Toda nuestra vida es una lucha, una batalla sin tregua. Lo hemos repetido hasta la saciedad, y hará falta seguir repitiéndolo porque nunca será suficiente. Lo hago regularmente cada quince días a un promedio de 25 personas y, mi impresión personal, es que no reaccionan ante la evidencia de la pura realidad.
Tenemos una oferta encima de la mesa, mejor, diría dentro de nuestro corazón: la vida y la felicidad eterna. Oferta gratuita, donada por amor y sin mérito ninguno por nuestra parte. Y coincide con lo que cada uno quiere desde lo más profundo de su interior vital. He llegado incluso a preguntarlo y observar el asentimiento de todos los que escuchan en esos momentos. Es evidente, todos queremos ser felices eternamente.
Y, cada día, emprendemos esa batalla. Para ello ponemos todas nuestras fuerzas, voluntades, medios a nuestro alcance. Depende también del objetivo a lograr y de los beneficios que nos reportará. También dependerá de las dificultades y obstáculos que dicha meta nos presente en cada momento. Pero, al margen de todo esto, nosotros lucharemos, con más o menos brío, para alcanzar la meta propuesta.
A veces lo conseguiremos y otras no, pero siempre tendremos la oportunidad de volver a la carga, y ahora con más experiencia, con más madurez y preparación. Al final nuestra vida irá siendo el fruto y resultado de todos nuestros esfuerzos. Unos con resultados positivos y otros no tanto, pero también otros con resultado negativos. En unos habrá alegría, fiesta y mejoras en todos los ordenes, pero en otros se presentará la decepción, la indiferencia, la tristeza y la aceptación.
Sin embargo, habrá un momento que nuestra victoria o derrota será determinante y sin posibilidad de retorno y de enmendar. Se trata del momento más importante de nuestra vida: "El paso a la otra". Es decir, dejar esta para empezar la verdadera y eterna. Y ahí, los resultados serán los que nosotros hayamos decidido, sin posibilidad de poder cambiarlo, ni de madurarlo porque ya nuestro tiempo libre se ha acabado.
Y esa es la victoria principal, la que todos queremos ganar, pero que ahora no prestamos demasiado interés y atención. O que nos dejamos encandilar por otras luces artificiales, engañosas y aparentes, que no reales, que nos deslumbran y nos distraen. Nos dejamos arrastrar por nuestras inclinaciones sensoriales, apetencias carnales y placenteras, y no activamos nuestra voluntad y libertad para desapegarnos. Aceptamos nuestra naturaleza caída, nuestros pecados y no confiamos en la Misericordia del PADRE que nos espera, que simplemente nos exige nuestro regreso, nuestra confianza en pedir el perdón.
Todo se reduce a ganar la guerra final, pero que está contenida en numerosas batallas de cada día que cobran su vital importancia en cada momento, en cada ocasión. Alcanzar esas virtudes a diarios que respondan al examen de mi amor del que seré autoexaminado en el atardecer de mi vida. Esa es la guerra vital, la inversión de mayor valor y a la que le debemos prestar toda nuestra atención. Pues de nada vale ganar muchas batallas sin sentido y perder la guerra de la felicidad eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Compartir es esforzarnos en conocernos, y conociéndonos podemos querernos un poco más.
Tu comentario crea comunidad, por eso, se hace importante y necesario.