Cuando miramos para el pasado, experimentamos que hemos avanzado gracias a esos momentos en los que decidimos enfrentarnos a nuestros problemas. De niño no entendíamos muchas cosas a las que nuestros padres nos obligaron, pero, por nuestra pureza infantil y obediencia, e incluso contra nuestra voluntad, cedíamos a sus mandatos, quizás porque no podíamos hacer otra cosa ni tampoco sabíamos. Y por pura intuición, porque nuestros padres siempre nos daban cosas buenas y aprendíamos a experimentar, sin conciencia ni darnos cuenta, que nos querían.
Buscábamos a nuestros padres para que nos resolvieran nuestros problemas: comida, vestidos, enfermedad, entretenimientos, confort...etc. Todo estaba en nuestros padres y ellos eran nuestros dioses. De la misma forma nosotros debemos corresponder con nuestro Padre Dios. En - Mt 18, 3 - el Señor nos lo pone claro, si nuestro corazón no cambia y se hace como el de un niño, no entraremos en el Reino de los Cielos.
Y eso significa que si no reconocemos a Dios como nuestro Padre, y nos relacionamos con Él como un Padre, igual que hacen los niños con los suyos de aquí de la tierra, nuestra camino será errado y nuestra perdición esta asegurada. Debemos, pues, cambiar y reflexionar en ese aspecto.
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