Muchas veces sucede que mantener nuestro prestigio nos hace ensoberbecernos y produce el efecto en nosotros de la soberbia. Es entonces cuando el Maligno se aprovecha de nuestra debilidad e intenta romper nuestro equilibrio y mansedumbre. Enciende nuestro prestigio y pone nuestra soberbia incandescente.
Experimentamos furia y enfado. Nos consideramos mal tratados aunque el motivo del enfado no haya sido intencionado sino producto de nuestra naturaleza humana. Somos imperfectos y, algunas veces, nos olvidamos de las cosas que nos proponemos hacer. El origen de esta soberbia es que nos sentimos pobres al comprobar que no hemos podido satisfacer nuestro ego de poder.
Ese favor, que nos habíamos comprometido resolver nos ha fallado, y nos importa más nuestro prestigio que la solución que pretendíamos. No responder a lo que nos pedían es lo que nos fastidia. E incluso, muchas veces por el afán de prestigio, nos saltamos la legalidad para hacer algo que consideramos un privilegio, aunque en ello pisemos a otros.
María sabe mucho de eso, pues ella pudo experimentar algo así cuando Jesús, su Hijo, respondió, aludiendo a los que le advirtieron que su Madre y sus hermanos le buscaban, que su madre y hermanos eran los que cumplían la Voluntad de su Padre del Cielo. Sabía Ella muy bien a qué se refería Jesús, y no le importó y supo aceptarlo, antes de ensoberbecerse o tomarlo a mal, ante la mirada y pensamientos de los que le miraban y rodeaban.
Miremos a María, la Madre de Dios, que supo estar siempre, llena de humildad, a la altura de verdadera Madre. María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por nosotros.
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