Sin saber como, he imaginado que pasaría si las ofensas no se perdonaran. Imagino un mundo donde mucha gente no podría comunicarse, ni siquiera encontrarse. Podemos, en un esfuerzo creativo, imaginar personas tomando atascos, simulando su mirada perdida o desviando su atención intencionadamente para evitar el encuentro y resentimiento. Se haría difícil, muy difícil la convivencia en las familias, en el trabajo, en todo tipo de encuentros y lugares de reunión. en una palabra, la vida sería casi insoportable.
Y eso ocurre a aquellas personas que no perdonan, o que perdonan pero prometen no olvidar. No el que ofende sufre más, sino aquel ofendido que no se esfuerza en perdonar. Perdonar es descargar todo el peso del odio, del rencor, de la venganza contenida y presta que nos atenaza impidiéndonos caminar ligeros y desosegados. El peso nos inmoviliza y nos angustia y llega a destruirnos si no liberamos esa tensión que vive en nuestro interior.
Perdonar es encontrar la salida airosa de liberarte y sentirte libre, libre de la pesada carga que no te deja respirar y te ahoga. Cuando te enfrentas al perdón, simultaneamente sientes un alivio de paz que inunda todo tu ser y te liberaS de tus angustias, porque perdonar es amar, y amar es fuente de gozo y de paz.
Pero, ese sentimiento de perdón que subyace dentro de nosotros, se hace más valioso cuando tomamos conciencia que cuando perdono estoy pidiendo ser yo también perdonado. Uno perdona porque tiene experiencia de haber sido perdonado. Aquel que se siente perfecto muy difícilmente perdonará: son los suficientes, los engreídos, los soberbios y los que alardean de sus muchas virtudes y talentos. Cuando te pones enfrente difícilmente comprenderás la debilidad del otro, y eso hace que tiendas a machacarlo porque te consideras superior.
Sin embargo, para un cristiano consecuente con su fe, perdonar es el tesoro más valioso que puede haber recibido, porque en la medid que perdona, será perdonado. Fue, ayer, cuando en un momento que rezaba un misterio del Santo Rosario, me di cuenta de la importancia del perdón. Y no es ninguna gran cosa, ni nada que no se conozca, pues creo que todos lo sabemos, pero fue una sensación de toma de conciencia del gran tesoro que conseguimos cuando perdonamos.
Experimenté que en la medida que perdono, ¡y mira las veces que lo he oído!, nuestro PADRE DIOS me perdonará a mí. Eso significa que todos mis pecados, fallos, omisiones, perezas, egoísmos serán perdonados si yo soy capaz de perdonar las ofensas recibidas. Y distinguía claramente que perdonar no es simplemente decir amén a todo, ¡no!. Hay momentos de lucha, de corrección fraterna, de llamadas de atención, pero que al final convergen en la paciencia, comprensión, humildad, suavidad y bondad que lo perdona y reconcilia.
Vislumbré verme delante de nuestro PADRE DIOS y mirar no mis obras, pues poco puedo ofrecer, sino mis esfuerzos de perdón, mis ofensas recibidas a lo largo de mi vida, perdonadas y olvidadas. Pero perdonadas desde dentro, desde el corazón. El gozo recibido te hace experimentar que, al final, no eres tú quien perdonas, sino la fuerza del ESPÍRITU que te invade y te da la Gracia necesaria para poder hacerlo y sentirlo.
Sin MÍ nada podrán hacer, nos dice el SEÑOR, y experimento que es Verdad. Todo éxito y logro es por la Gracia del ESPÍRITU que habita en nosotros; sólo nos cabe la libertad de dejarnos llevar y amar por el PADRE nuestro que nos ama. Creo que realmente es verdad, y no porque lo haya oído de boca de D. José Antonio Sayés, eminente doctor en teología, sino porque experimento que antes que amar debo dejarme amar. Pues es el PADRE quien me ama y amó primero: por eso existo y por eso soy persona. ¿Quien puede atreverse a quitarme la vida?
La reflexión me llenó de gozo y alegría, pues ¡que grande es saberte perdonado en la medida que tú perdonas! No es fácil la obra, no nos engañemos, pero es una gran oportunidad de limpiar todas nuestras culpas esforzándonos en perdonar. Y, lo mejor, es que con ÉL se puede. Descubres como por arte de magia que es ÉL lo fundamental, lo importante, el pan de cada día que no se puede dejar de comer ni la oración que se puede aparcar para otro momento. Es nuestro sostén y nuestro apoyo. Y así, con ÉL lograré perdonar y ser perdonado.
Y eso ocurre a aquellas personas que no perdonan, o que perdonan pero prometen no olvidar. No el que ofende sufre más, sino aquel ofendido que no se esfuerza en perdonar. Perdonar es descargar todo el peso del odio, del rencor, de la venganza contenida y presta que nos atenaza impidiéndonos caminar ligeros y desosegados. El peso nos inmoviliza y nos angustia y llega a destruirnos si no liberamos esa tensión que vive en nuestro interior.
Perdonar es encontrar la salida airosa de liberarte y sentirte libre, libre de la pesada carga que no te deja respirar y te ahoga. Cuando te enfrentas al perdón, simultaneamente sientes un alivio de paz que inunda todo tu ser y te liberaS de tus angustias, porque perdonar es amar, y amar es fuente de gozo y de paz.
Pero, ese sentimiento de perdón que subyace dentro de nosotros, se hace más valioso cuando tomamos conciencia que cuando perdono estoy pidiendo ser yo también perdonado. Uno perdona porque tiene experiencia de haber sido perdonado. Aquel que se siente perfecto muy difícilmente perdonará: son los suficientes, los engreídos, los soberbios y los que alardean de sus muchas virtudes y talentos. Cuando te pones enfrente difícilmente comprenderás la debilidad del otro, y eso hace que tiendas a machacarlo porque te consideras superior.
Sin embargo, para un cristiano consecuente con su fe, perdonar es el tesoro más valioso que puede haber recibido, porque en la medid que perdona, será perdonado. Fue, ayer, cuando en un momento que rezaba un misterio del Santo Rosario, me di cuenta de la importancia del perdón. Y no es ninguna gran cosa, ni nada que no se conozca, pues creo que todos lo sabemos, pero fue una sensación de toma de conciencia del gran tesoro que conseguimos cuando perdonamos.
Experimenté que en la medida que perdono, ¡y mira las veces que lo he oído!, nuestro PADRE DIOS me perdonará a mí. Eso significa que todos mis pecados, fallos, omisiones, perezas, egoísmos serán perdonados si yo soy capaz de perdonar las ofensas recibidas. Y distinguía claramente que perdonar no es simplemente decir amén a todo, ¡no!. Hay momentos de lucha, de corrección fraterna, de llamadas de atención, pero que al final convergen en la paciencia, comprensión, humildad, suavidad y bondad que lo perdona y reconcilia.
Vislumbré verme delante de nuestro PADRE DIOS y mirar no mis obras, pues poco puedo ofrecer, sino mis esfuerzos de perdón, mis ofensas recibidas a lo largo de mi vida, perdonadas y olvidadas. Pero perdonadas desde dentro, desde el corazón. El gozo recibido te hace experimentar que, al final, no eres tú quien perdonas, sino la fuerza del ESPÍRITU que te invade y te da la Gracia necesaria para poder hacerlo y sentirlo.
Sin MÍ nada podrán hacer, nos dice el SEÑOR, y experimento que es Verdad. Todo éxito y logro es por la Gracia del ESPÍRITU que habita en nosotros; sólo nos cabe la libertad de dejarnos llevar y amar por el PADRE nuestro que nos ama. Creo que realmente es verdad, y no porque lo haya oído de boca de D. José Antonio Sayés, eminente doctor en teología, sino porque experimento que antes que amar debo dejarme amar. Pues es el PADRE quien me ama y amó primero: por eso existo y por eso soy persona. ¿Quien puede atreverse a quitarme la vida?
La reflexión me llenó de gozo y alegría, pues ¡que grande es saberte perdonado en la medida que tú perdonas! No es fácil la obra, no nos engañemos, pero es una gran oportunidad de limpiar todas nuestras culpas esforzándonos en perdonar. Y, lo mejor, es que con ÉL se puede. Descubres como por arte de magia que es ÉL lo fundamental, lo importante, el pan de cada día que no se puede dejar de comer ni la oración que se puede aparcar para otro momento. Es nuestro sostén y nuestro apoyo. Y así, con ÉL lograré perdonar y ser perdonado.
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