Nuestro proceder obedece a ciertas motivaciones y deseos que pululan en nuestro corazón. Nos conducimos por la vida siguiendo los impulsos de las cosas que guardamos en nuestro corazón. Nuestro tiempo depende y es para las cosas que llenan nuestro corazón. De esta forma, todo lo que hagamos está y llena nuestro corazón.
Si nuestro corazón guarda deseos de grandezas, ambiciones y riquezas, estaremos inclinados a poner esos objetivos en el punto de mira de nuestra vida. Y esa será nuestra meta a alcanzar, así todo lo que nos rodea queda en un segundo plano y supeditado a conseguir lo que anhela mi corazón.
Si, por el contrario, mi corazón guarda deseos de ser admirado, de ser deseado y centro de todo lo que me rodea, estaré movido a trepar en prestigio, fama y logros que me ayuden a ser admirado por los demás. Si pongo todo me empeño en considerar que la felicidad me la da el trabajo, la pasión, el juego, el ocio, el deporte...etc., todos mis afanes estarán inclinados a conseguir esos objetivos. Todo será según lo que contenga mi corazón.
Y si lo lleno de DIOS, ÉL será mi todo y mi meta. Es entonces cuando descubro que la felicidad consiste en hacer de mi vida finita una vida infinita. Es decir, la vida que se me ha dado es para no perderla sino para llegar, a través de ella, a conseguir la Verdadera, que empieza con la muerte. Morir es entonces vivir. No hay nada que temer, ya lo han dichos nuestros últimos Papas.
Entonces despertamos, abrimos los ojos y observamos que el amor, lo que buscábamos, está a nuestro lado. Nada puede sustituir al calor humano, al gesto, a la sonrisa, a la verdad que nos hace y despierta la solidaridad, la comprensión, la comunicación, el diálogo, el afecto, el cariño, la verdad, la humildad...etc., o lo que es lo mismo el amor.
¿Dime donde gastas tu tiempo y dinero y te diré lo que guardas en tu corazón?
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