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viernes, 10 de abril de 2009

Lavatorio de los pies.

En mis reflexiones diarias he llegado a una conclusión: "todos queremos ser buenos y hacer el bien". Diría con mayor énfasis que, ser libre es hacer eso que quiero hacer, y que supuestamente es hacer el bien. Y me apoyo en las experiencias que todos experimentamos cuando las cosas nos salen de acuerdo con lo que pensamos: realmente nos sentimos bien.
Cuando nuestra conciencia coincide con lo que estamos haciendo, en la mayoría de los casos, sentimos paz y un gozo interior que nos afirma que realmente eso es lo que debemos hacer y que lo hacemos totalmente libres, porque en caso contrario, de sentirme obligado, el gozo ya no sería pleno. Otra cosa es que, en muchos casos, nuestra conciencia no está bien formada y se confunden entre lo que me apetece (egoísmo) y lo que realmente es un bien.

Pero en el fondo de nuestro entendimiento y conciencia, hay impreso una Ley Natural que me ayuda a distinguir el bien del mal de una forma genérica. Si bien, debo desarrollarla y formarla para poder aplicarla en momento puntuales y concretos. Todos, en resumen, buscamos sentirnos bien haciendo el bien, y eso se nota en la sociedad. Desde ahí se explica tantas cosas buenas que hay; desde ahí se explica tantas instituciones que buscan hacer justicia y respetar la dignidad del hombre.

Nadie quiere hacer a otro lo que no quiere que le hagan a él. Y en el supuesto que lo haga, su conciencia le delata y le descubre que eso no está bien. Empieza entonces la lucha interior que ensoberbecido trata de justificarse y de buscar razones que le encubran su delito y su mala actitud. Es la demagogia del autoengaño y autotraición tan ampliamente ya tratada en este blog. Sin embargo, todos estamos irresistiblemente atraídos a hacer el bien.



Y eso nadie lo puede negar. A menos que hurguemos en nuestro interior, bañados de auténtica sinceridad, nos daremos cuenta que nadie busca el mal, porque nuestro destino es hacer el bien. Incluso, los mayores terroristas, criminales han nacido para hacer el bien, sólo que sus desvíos y malformaciones de conciencia le han confundido y han sido arrastradas por los instintos y apetencias sensoriales y animales. Nace entonces el fuego de la soberbia ,que degenera en envidia y venganza, para terminar en muerte y tragedia.

La pregunta está ya en el alero: ¿por qué entonces hay tanto mal y tanta muerte? ¿Por qué el hombre lucha contra el propio hombre negándose a sí mismo y eligiendo un camino, para el cual no está destinado? Las respuestas hemos de buscarlas en nosotros mismos y en nuestra propia libertad: ese don que nos capacita para decir sí, o decir no. La respuesta está escondida en esa necesidad de amar, que, porque hay mal, es necesaria que exista para que luche contra todo lo que se oponga al bien.

Pero, en el camino, descubrimos, que cuando amamos somos más felices y nos sentimos más gozosos y en paz con nosotros mismos. Es la consecuencia de tantas cosas buenas que se hacen téngase las ideas o fe que se tengan. El amor es universal y nos invade a todos, sólo que cuando no lo hacemos por, en y por el AMOR con mayúscula, corremos el riesgo de estar haciéndolo por nosotros mismos, aún sin darnos cuenta. Y en la medida que nos sintamos defraudados, dejamos de amar.

Y negar nuestros propios sentimientos es contradecirnos. Ningún padre puede negarse a amar a su hijo y cuando lo hace, porque la evidencia nos contradice, lo hace desde una desviación de su propia finalidad y desde una malformación de su propia conciencia, dominada por los afectos y sentimientos egoístas que nos esclavizan y nos alejan de nuestra dignidad de persona, asemejándonos más a los animales.


Por eso, no hay nadie más grande que Aquel que da la vida por su prójimo y que lo ama hasta el aburrimiento de, sintiéndose rechazado, continuar a su lado hasta que se queme la última posibilidad de su vida. Y lo más sorprendente, hablo ahora de JESÚS, no es el haber muerto por nosotros, ni todos los sufrimientos que padeció, sino que siendo el SEÑOR, dueño de todo lo creado, visible e invisible, aguantó tanta humillación y, bajándose de la Cruz, no nos despachó con un simple abrir y cerrar los ojos, sino que humillado permitió que se rieran de ÉL y que, aún hoy, continuemos riéndonos.


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