Era un joven apuesto y elegante, aceptablemente saludable, divertido, amante del juego sano y competitivo, algo soberbio y hasta cierto punto desprendido. Con el tiempo ese joven se hizo rico y se situó muy bien en la vida. Poco a poco se fue dando cuenta de que lo tenía todo: ¡la vida regalada!. Sí, lo había trabajado, pero lo recibido era desproporcionado al esfuerzo trabajado. ¡Cuantos otros, con mucho más esfuerzo no tenían sino lo justo para ir subsistiendo! Sin embargo, a pesar de tenerlo todo, lo más importante: sus valores, no los tenia en el primer lugar. Su corazón no estaba del todo con el verdadero tesoro que poseía, que eran sus valores, sino que se apegaba a las cosas más inmediata y de respuestas más placenteras materialmente hablando.
Como sin darse cuenta, resolvió irse alejando de lo que entendía como valores que su conciencia le dictaba: justicia, honradez, fidelidad, desprendimiento, preocupación por el otro, familia, en una palabra amor. Desde niño había seguido la huella de JESÚS de Nazaret que había oído en la escuela y parroquia. Le había entusiasmado ese estilo de vida y, sobre todo, la promesa de la Resurrección eterna para ser siempre feliz. No encontraba en las cosas de los jóvenes, aún siendo divertidas y buenas, satisfacciones duraderas que le llenaran totalmente. Siempre había un volver a empezar para regresar al mismo vacío. Una y otra vez hasta llegar a cansarle y aburrirle. Flotaba en su pensamiento la idea de resignación, ¡ la vida es! así, ¡que vamos a hacer!; y le consumía el horizonte de una vida plana y sin esperanza.
JESÚS era otra cosa. La vida seguía igual, pero las esperanzas son muy diferentes. Había una promesa de resurrección y de vida vivida en plenitud. Valía la pena luchar, aunque el camino sea igual de oscuro y difícil, para alcanzar algo que en lo más profundo de su interior sentía como algo a lo que estaba llamado. Además, en el camino experimentaba otra clase de alegría que perduraba y no se extinguía. Le llenaba y sentía satisfacción, pero, también, llegaban momentos de duda, de oscuridad, de cansancio y de tentaciones. Era una lucha de opciones y de decisiones muy importantes: el camino estrecho que te dicta tu conciencia, o la puerta ancha que te abre las maravillas de este mundo finito que te deleita, pero que no te llena y se acaba. ¿Cual escoger?
Entre estas tribulaciones y luchas, sin darse cuenta, ese JESÚS al que había seguido muy temprano en su vida, empezó a alejarsele. Unas veces corría y me adelantaba y otras veces me entretenía y me quedaba detrás. Cuando iba delante no le veía, y cuando me quedaba retrasado lo perdía de vista. Empezaba a costarme mantener sus mismos pasos y permanecer a su mismo lado. Empezaba a aburrirme de ir solo, muchas veces muy adelantado y otras muy atrasado. Y surgieron las preguntas: ¿que le pasa a JESÚS?, ¿por qué no está a mi lado? ¡Ya casi no le oigo, ni le escucho, ni le veo! ¡Me estoy aburriendo de seguirle en estas condiciones! Mira, que por seguirle me estoy perdiendo muchas cosas de este mundo. Y poco a poco empezó a mirar más el mundo que le rodeaba que a JESÚS, que fue quedando en el olvido. Y, claro, se termina pensando tal y como se vive. Y, sus valores, por los que había hecho mucho en su juventud empezaron a desdibujarse en la medida que su lejanía de JESÚS iba también desdibujandose.
Y así se llegó a donde inevitablemente se llega siempre: el olvido de los demás y el mirarse uno mismo, es decir, el puro egoísmo. Llegado a este punto, empezó a caminar por los caminos del placer, de la búsqueda de si mismo, del vivir para la vida de los sentidos, de la fiesta y los vicios y de los despilfarros y el desorden. Estos últimos son las consecuencias a las que siempre se llega. Digamos que son las metas últimas de los desenfrenos y pasiones desmedidas por donde se busca la felicidad. Dio riendas suelta a sus pasiones y apetitos. En ellos veía la felicidad que tanto buscaba y que no encontraba en JESÚS. Eso al menos fue su experiencia. Se cansó de obedecer y de ser fiel a algo que no le parecía responder a sus deseos. En el lado opuesto experimentaba gozo inmediato, placer apasionado, autoestima y bienestar. ¡Que dulce era la vida! ¡Estaba equivocado!, parecía exclamar desde su interior. Se sucedieron unos años maravillosos.
Pero, al igual que le sucedió en su etapa de juventud, todo se fue apagando. El camino se vislumbraba efímero y finito y, por otro lado, sus responsabilidades estaban ahí atenazándole y reprochándole su conducta. Estaba siendo infiel a muchas cosas que no podía negar. Estaba actuando contra su propia conciencia. Hubo momentos de emociones y de aceptar, no podía negarlo, su reprobada conducta. Sabía, lo admitía en su interior, que estaba actuando mal, pero la felicidad de la fruta ya madura era algo a lo que no tenía fuerzas para negarse. Estaba cogido por el habito del mal y el desorden. El demonio lo había atrapado. Sintióse a la deriva y cuesta abajo. El desplome se veía venir. Las riquezas incontroladas y mal administradas amenazaban con acabarse y... sucedió lo inevitable.
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