Pedro
iba absorto en sus pensamientos, de pronto, alguien se le acerca de forma arrolladora y le pide con insistencia que le compre unas esclavas en la tienda
de enfrente. Pedro, la conoce, es Julia, la indigente, y al mirarle a los pies
observa que va descalza y con unos calcetines.
―¿Tendrás
que quitarte los calcetines para calzar unas esclavas? ¿Cómo, si no, vas a ponértelas?
Lo
primero que sintió, nos dice Pedro, «fue
negarse y deseo de no hacerle caso».
Pero, inmediatamente pensó: «La
mejor oración que puedo hacer – iba camino de la Iglesia – es atender a Julia y
calzarla. Es el Señor quien me lo está pidiendo».
Y
acto seguido, Pedro entró en la tienda y buscó unas esclavas apropiadas para
Julia. Incluso, cayó en la cuenta de comprarle un número más del que había
solicitado ella, pues, al ser unas esclavas sin talón siempre va mejor un
número más.
―Toma
―le dijo.
―Gracias
―dijo―poniéndoselas rápidamente.
Julia
se quitó los calcetines y se las puso. Al menos ahora no estaba descalza.
Inició su camino y pensaba «el samaritano hizo lo mismo, interrumpió su camino y dando algo de su tiempo y dinero procuró aliviar la necesidad de aquella indigente. Gracias, Señor, por darme esa oportunidad de dar un poco de amor del tanto que Tú me das. Y, quizás, haciéndoselo a Julia te lo he hecho a Ti.
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