Estamos confinados en casa y el tiempo
empieza a dejar su huella de impaciencia y de claustrofobia. Son momentos de
gracia que nos dan la posibilidad de darnos cuenta, de pensar y de ver que la
vida, nuestra vida no está destinada a este mundo, sino que nuestras
aspiraciones están por encima de él. Resulta que ahora, cuando nos creíamos tan
fuertes, tan poderosos hasta el punto de dominar el mundo y hasta con la
esperanza de alargar en el tiempo nuestra vida, todo se derrumba por un virus
invisible que no conocemos ni sabemos por qué nos destruye.
Los resultados hablan por sí solos y la
cantidad de muertos descubre ya señales de tragedias para la historia. Hablamos
de centenares de miles de personas fallecidas en unos cuantos meses. Solo en
España, por hablar de mi país, alcanzamos ya los aproximadamente veintidos mil
personas fallecidas. ¿Dónde está nuestro poder? ¿Acaso no nos sirve esto para
darnos cuenta de que somos una criatura más, aunque especial y privilegiada
para el Creador, de este mundo?
De repente, un simple virus, hace
presencia en nuestro mundo y para toda la actividad, mata a centenares de miles
de personas y paraliza la actividad de cada día. Muchos estarán desesperados
pensando en sus ruinas económicas o afectados por la muerte de algún familiar o
amigo. Pero, sobre todo, aquellos que ponen sus afanes y esperanzas en este
mundo estarán defraudados, desesperanzados y abatidos. Todo lo contrario sucede
en los que tienen sus esperanzas en Aquel que ha Resucitado y que ha vencido a
la muerte y a todo lo que es de aquí abajo y que está destinado a perecer.
Porque, este mal no es la última palabra.
Hay esperanzas de otra vida, de otro lugar, de otras moradas que el Señor,
Resucitado, nos está preparando para cuando nos llegue la hora de partir hacia
Él - Jn 14, 2 -. Con esta esperanza el confinamiento y la
crisis económica se soportan mejor y se acepta sin tanto drama ni miedo.
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