Estamos en un mundo diferente. Un mundo cuyas miradas son miradas egoístas y exigentes. Un mundo que no da nada gratis, sino que todo lo pasa por el criterio del valor. Un mundo que le pone precio a todo y todo se compra y se vende. Un mundo, por lo tanto, donde el dinero manda y da poder y bienes. Un mundo de ambiciones, vanidades, orgullo, pasiones, poder, enfrentamientos, luchas, robos, guerras, hambre, injusticias, desamores y muertes. Un mundo que no es el de Dios.
Porque Jesús nos viene a ofrecer otro mundo. Un mundo donde lo primero es el amor, y, derivado de él, todo cambia de color y todo reluce como el oro. Un mundo donde la generosidad esta en labios de todos y donde nada se cobra. Al contrario, se da, se ofrece y se comparte. Un mundo solidario, donde el hambre no se conoce, porque las necesidades de unos se cubren con la abundancia de otros. Un mundo de justicia, de igualdad, de servicio, de escucha, de comprensión y de paz y, sobre todo, de amor. Un amor que, como fuente que derrama agua, brota y hace florecer la fraternidad entre los hombres. Entre todos los hombres, los de aquí y los de allá.
Y a ese mundo pertenecemos todos aquellos que hemos sido bautizados. Porque, al serlo, quedamos configurados con Cristo como sacerdotes, profetas y reyes. Porque recibimos la Gracia del Espíritu Santo que nos acompañara toda nuestra vida por este mundo ayudándonos a pensar como en el otro. Con el de Jesús al que, por medio del Bautismo, pertenecemos también. Un mundo donde el reto principal y central es el amor. Un mundo al que pedimos al Padre, por y en nombre de su Hijo, querer pertenecer. Un mundo al que Dios nos llama.
Pero, la llamada de Dios es una llamada serena, tranquila, en paz y sosegada. Acostumbra a dar tiempo, a asumir nuestra responsabilidad y a tomarnos un respiro. A digerir en silencio el camino y a fortalecernos en la oración unido a Él. No a todos llama como a Pablo, así de repente y tirándolo del caballo. Dios, nuestro Padre, acostumbra a llamar como el agricultor cuando siembra y cultiva una flor. Nos va señalando el camino y ayudándonos a digerirlo.
María nuestra Madre es luz y ejemplo que nos ilumina y nos enseña. En ella podemos aprender el camino. De cualquier forma, para Dios no hay nada imposible y puede llamarnos como le plazca, pero nunca nos dejará solos y siempre nos irá indicando los pasos a dar.
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