Habían pasado unas semanas y los
amigos no habían vuelto a tocar esos temas. El ambiente era de fiesta y llegaba
la Navidad. Las calles estaban alegres, vestidas con sus mejores galas. Luces y
colores invitaban a alegrarse y también a comprar. Escaparate con alegorías a
Navidad y altavoces cantando villancicos te guiaban, como un pastor a su rebaño,
a vivir esos días de otra manera.
La nostalgia te invitaba a recordar
las navidades de cuando eras niño y esos momentos de tu historia particular te incitaban
a vivir aquellos hermosos años de tu niñez navideña. ¡Qué hermosos tiempos!
—Recuerdo ─decía Pedro─ aquellos
escaparates con los alimentos típicos de esas fiestas. Alimentos que, en mi
tiempo, no se veían sino por esas fechas. ¡Parecían, recuerdo, verdaderas obras
de arte! Un piso tupido de almendras, peladillas y pasteles que, incluso,
parecían un paisaje del bosque con unas cestas adornadas por las vistosas golosinas
de turrones.
—Quizás ─comentó Manuel─ la cuestión
de parecernos tan hermosos y entrañables, aparte de seducirnos el gusto y el
deseo de probarlos, fuera que no se veían durante todo el año. Y las cosas
cuando no se tienen se desean mucho más, y hasta se saborean de otra forma más
intensa y placentera.
Sí, continuó Manuel, cuando las cosas
tienen su medida y su equilibrio son más deseadas y, también, más disfrutadas.
Es posible que al final, cuando la fiesta toca a su fin y con ella desaparecen
los exquisitos pasteles y turrones, suframos un poco, pero, pronto recuperamos
el equilibrio y la libertad de dominio. Y entendemos que así debe ser, pues la
abundancia termina por matar el deseo, debilitar nuestro equilibrio y hasta, si
nos pasamos, enfermarnos.
—Es verdad ─sugirió Pedro─. Mi
experiencia es que, después te sientes dependiente de esos gustos y apetencias,
y te cuesta dominarte. Y eso puede crearte problemas y enfermedades. Cuando se
tiene de todo experimentas que te cuesta mantener un cierto equilibrio natural
y mantenerte a raya. La consecuencia de no controlarte origina abundancia de
grasa y otras sustancias que quizás sobran a tu organismo. Y eso, se llaman
exceso de peso – gordura – y otras complicaciones.
—Y claro, el dominio y control te
causa esfuerzo y exige voluntad. Y eso siempre cuesta. Y si no se tiene la
suficiente fuerza de voluntad, esa abundancia perjudica en lugar de beneficiar,
concluyó Manuel.
Por eso, continuó, nuestra época era
hermosa y más natural. Y con eso no quiero compararla, porque, no es que fuera
mejor, sino que por las carencias y dificultades, incluso del propio comercio y
transporte, teníamos unas circunstancias que te ayudaban a salir de esas
tentaciones y vencerlas con más facilidad.
Hubo un poco de silencios dentro de un
ambiente de nostalgia y de gratos recuerdos.
Comprendemos que cuando alguien tiene
una adicción y, pronto se queda desabastecido, su dependencia, a la fuerza, y
no por su propia voluntad, irá disminuyendo. Indudablemente, esa involuntaria
ascética le va a exigir esfuerzos y sufrimientos. Por tanto, todo bien exigirá
siempre voluntad y esfuerzo. Lo vemos claramente cada día en la calle y en los
gimnasios. La gente corre, se esfuerza, suda y se ejercita para mantener su
cuerpo en forma. Y eso se complementa con una buena alimentación, equilibrada,
sana y completa. No cabe duda de que detrás hay muchos sacrificios y
privaciones de todo tipo.
—Tienes razón, es lo que vemos cada
día y la única manera de cuidarse y de mantenerse saludable —argumentó Pedro. He
oído muchas veces que el secreto de la salud es comer lo suficiente – poco - y
de forma equilibrada, y, claro, eso exige privarte de muchas cosas, o por lo
menos medir bien la cantidad a ingerir. Es decir, lo bueno, lo que gusta y
todos deseamos, cuesta trabajo, voluntad y esfuerzo.
—Ahora, Pedro, me planteo lo
siguiente. Si tengo que morir y mi cuerpo, por mucho que lo cuide camina hacia
el deterioro, la vejez y la muerte, ¿tiene sentido tantos cuidados y esmeros?
Me refiero a vivir obsesionado con estos esfuerzos. ¿Qué piensas al respecto?
No parece desproporcionado el esfuerzo, las privaciones y la constancia que hay
que hacer para luego, y en el mejor de los casos, envejecer y, ¡quién sabe qué
enfermedad padecer! ¿No te parece un contrasentido?
Pedro se encogió de hombros como dando
a entender no saber qué decir. En el fondo estaba de acuerdo con Manuel. Cuidar
el cuerpo, para luego terminar… Pero ¿qué otra cosa se podía hacer? No sabía
qué decir ni que responder. Por fin, balbuceó,
—Así es la vida. La cuidamos para
luego sepultarla o quemarla. No hay otro remedio.
—¿Y tiene eso sentido?, saltó Manuel. ¿Son esos realmente tus sentimientos? ¿No deseas ser siempre joven y no morir?
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