—¿Y cómo se gana?
—¡Haciendo lo que realmente debes hacer ─contestó Manuel.
—¿Y qué debo hacer?
—Simplemente, cumplir con tu deber. Está escrito dentro de tu corazón ─replicó Manuel.
—¿Qué piensas que se debe hacer en este caso? ─Preguntó Pedro.
—Supongo que lo mismo que piensas tú —digo yo—. Estar al lado de los que sufren esas mentiras; de los que son engañados y explotados; de los que son privados de su libertad y obligados a pensar de determinada manera; de los que meten dentro de la Granja y se les ponen a producir dándoles su ración diaria, y de todas aquellas injusticias que los poderosos quieren imponer para su provecho propio. Y hacerlo hasta el extremo de entregar tu vida si es menester.
—Pero, balbuceo Pedro, …
—Pero, sí, ese es de Quien te hable aquel día, que está siempre a tu lado, pero, quizás no le ves. Ese Jesús de Nazaret, que ha venido a aliviarte, a consolarte, a animarte y a darte esperanza de un mundo mejor y justo. Un mundo, quizás no es éste, donde la verdad, la justicia y el amor sean valores eternos y fraternos entre todos los hombres. ¿Te acuerdas?
—Sí, recuerdo.
—De Él sacamos las fuerzas para la lucha. Pero, una lucha diferente, sin armas ni rencores. Una lucha con amor. Esa es la única arma, la de amar y dar la vida por amor. Fue lo que hizo Jesús. —¿Le conoces Pedro?
—Sí, claro, pero —me temo que no a fondo para estar muy seguro—. Me definiría entre aquellos que se confiesan creyentes, pero no practicantes.
—Son muchos los que así confiesan su fe. Una fe que casi no existe, que está cautiva, oculta y que duerme en lo más profundo de sus corazones. Pero ¿sabes Pedro?, está (Jeremías 31, 31-33). —La fe ha sido escrita e impresa en el corazón del hombre. Diremos que ha sido sembrada y el resultado dependerá de los cuidados de cada labrador. Tú y yo hemos recibido la misma semilla, pero, también la libertad para cuidarla, abonarla y dejarla crecer para dar frutos.
—¿Y por qué sucede que crece en unos y no en otros?
—Dependerá de cada uno. Se nos ha dado
el don de ser libres, y nadie podrá esclavizarte aunque te encadenen y te
martiricen. Te quitarán la vida de ahora, pero no la eterna. Nunca podrán
quitarte tu libertad, pues está dentro de ti y nadie la puede tocar. Por esos,
a muchos – mártires – les han quitado sus vidas, pero nunca han podido quitarle
la libertad de ser hijos de Dios y confesar su fidelidad y su fe en Él.
Depende primeramente de Dios. La fe es un don de Dios, pero, también dependerá de que tú quieras recibirla o no. Si la quieres, la buscarás y quien busca encuentra[1]. Porque, ¡recuerda, eres libre! Y esa capacidad de libertad te permitirá abrir o cerrar tu corazón a la Palabra de Dios.
—Significa eso ─dijo Pedro─ que yo solo no la puedo encontrar.
—Sí, significa eso. La fe es creer en algo que no se ve, y nadie puede creer en algo que no ha visto. Por tanto, para fiarte de Dios tienes que abrir tu corazón a su Palabra y experimentar que está dentro de ti. Eso fue lo que hizo María, aquella joven que fue elegida para ser su Madre. Se fío de su Palabra y se dio voluntariamente[2].
—¿Y lo experimentan?
—¿Crees que si no fuese así esta Palabra de Dios y su Buena Noticia estaría en pie? Son más de dos mil años que la Iglesia, dejada por Jesús en manos de los apóstoles, está en pie. Y se sostiene no porque es aceptada y reconocida, sino que, a pesar de ser perseguida y buscada para destruirla, ella sigue en pie.
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