Es evidente que Jesús es el Hijo enviado. El Dios encarnado en el vientre
de María que, nacido de mujer ha tomado naturaleza humana para, entregando su
Vida, rescatar nuestra dignidad de hijos y liberarnos de la esclavitud del
pecado. Y todo, por la Infinita Misericordia de nuestro Padre Dios que, Jesús,
el Hijo, nos anuncia y nos revela con su Vida y Palabra.
Indudablemente, por la fe creemos en Él. Y no nos faltan razones para
creer. Hay muchos signos que nos lo revelan y nos lo muestran. Sin embargo,
Dios, nuestro Padre, ha querido que tengamos que poner nuestra fe en Él y
creamos. Por eso, hasta la hora de nuestra muerte – donde estaremos cara a cara
con Él – tendremos siempre la incertidumbre de la duda y el riesgo.
Así ha sucedido a muchos que no han creído en Él. Fue entre los suyos donde
anunció la Palabra de Dios y donde dio testimonio con su Vida y Obras. Vino,
precisamente a su pueblo a anunciarle la Infinita Misericordia de su Padre y la
proclamó – entre otras, parábola del Padre amoroso o hijo pródigo… – por activa
y pasiva. Sin embargo muchos se resistieron, y muchos siguen en la actualidad
resistiéndose.
No es cuestión de razones ni de pruebas. Es cuestión de fe – y hay razones
para ello – pero, siempre con la libertad para elegir. Y, es evidente, donde
hay libertad siempre habrá duda o riesgo al temor de tomar un camino
equivocado. El nuestro – yo creo – nace desde lo más profundo de nuestro
corazón. Hay un deseo, una chispa de eternidad en nuestros corazones que nos
impulsan a buscarla. Un impulso profundo e interior nos dice que hemos sido
creados para vivir eternamente felices. ¡Y eso buscamos!
Pero ¿dónde buscar esa felicidad eterna? El mundo no nos responde ni
tampoco el poder, las riquezas o el placer. Sin embargo, en el amor, sobre todo
cuando es gratuito, haya esa chispa de felicidad que se prolonga eternamente.
Porque, la bondad siempre perdura y se recuerda y se sostiene en ese gozo
eterno porque nunca perece. Un gozo que nace en el manantial del hacer el bien
al inocente, al pobre y al marginado. Son ellos los que realmente lo necesitan
y a los que Jesús, tomada naturaleza humana, ha venido a salvar y liberar del
dolor y sufrimiento y del pecado que condena. Porque, los poderosos, ricos y
suficientes ya hemos observado que se resisten a la fe.
Por tanto, ¡abracemos la inocencia, como los niños respecto a sus padres! ¡Más si hablamos y nos referimos a nuestro Padre Dios! ¡Abracemos la pobreza de descubrirnos pobres, pequeños y necesitados de su Misericordia Infinita y liberadora y abramos nuestros corazones a la humildad! Esa humildad que nos ayuda a reconocer que somos verdaderos hijos de Dios. Porque, tanto tú como yo somos hijos de Dios. Dependerá de nosotros abrirle nuestro corazón para que Él nos lo transforme en un corazón humilde y manso.
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