Hay momentos en tu
vida que, sin saber por qué, te desesperas y estás a punto de hacer un
disparate. Disparate que, luego, te va a costar muchos esfuerzo de humildad en
arreglarlo. Pedir perdón cuesta bastante.
Tener conciencia
de esto que nos sucede con frecuencia es discernir sobre el presente de nuestra
vida y darnos cuenta de la necesidad que tenemos de estar cerca, unidos e
injertado en ese Espíritu Santo que ha venido a nosotros en la hora de nuestro
bautismo. Porque, con Él podemos superar y equilibrar muchos de esos momentos
en los que perdemos nuestro equilibrio y nuestro corazón, ardiendo en soberbia e
ira, mete la pata hasta el tronco.
Reconocernos
pecadores constantemente es la manera, al mismo tiempo, de alcanzar la
misericordia de nuestro Padre Dios. Eso es lo que nos cuenta Jesús en la
parábola del fariseo y publicano:
«¡Oh,
Dios!, te doy gracias —decía el fariseo en su interior— porque no soy como ese
publicano que está ahí cerca de mí. Yo cumplo con el ayuno; pago el diezmo de
lo que tengo. No soy como los demás: ladrones, adúlteros e injusto»
Sin embargo, el
publicano, avergonzado de sí mismo se confesaba pecador y no se atrevía a
levantar los ojos al cielo sino golpeándose el pecho clamaba interiormente:
«¡Oh,
Dios! —decía— ten compasión de este pecador»
Es posible que mi
actitud sea, quizás sin darme cuenta, en muchos momentos la de ese fariseo. Y,
otras veces sea la del publicano. Lo verdaderamente importante es que me de
cuenta de la necesidad que tengo de la misericordia de mi Padre Dios en cada
instante y momento de mi vida. Sin esa misericordia estoy perdido y condenado.
Eso significa que mi debilidad es tal que sin la presencia de Dios, mi vida
sería un fracaso, un disparate y un volcán de soberbia, egoísmo y prepotencia.
Por eso, Señor, reconociéndome pecador, te pido misericordia y auxilio en cada instante de mi vida. ¡Ven Espíritu Santo!, y socórreme de toda soberbia, egoísmo, ira y venganza. Dame ese corazón que quiero y busco de mansedumbre, de paciencia, de humildad y sabiduría para no romperme ni desesperarme. Para, soportando unos momentos de explosión, sepa apagar con humildad, como me ha sucedido hoy, esos momentos donde y cuando el Maligno, estando al acecho, aprovecha para desequilibrarme y destruirme.
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