La fe es algo que no se ve, ni se puede demostrar de forma categórica y fehaciente. Cuando persiste en una idea, hasta el punto que no descansas hasta llegar a plasmarla, podemos decir que tenías fe en esa idea. Pero la seguridad de que realmente era fe no la podemos saber, porque en cualquier instante se va de tu mente y deja de ser perseguida o buscada.
Experimentar que tu fe es de barro puede ocurrir en cualquier momento. En ese sentido no podemos atrevernos a decir que tenemos fe, y menos testimoniarla de forma segura. La fe es un camino que vamos viviendo cada día y a cada hora. Es un don de Dios, que nos regala, por su Gracia, y que, injertados en Él vamos viviendo cada instante de nuestra vida. Pero que también podemos perder si nos dejamos llevar por la apatía, el desinterés, la pereza y las tentaciones que el demonio prepara para apartarnos del camino de Dios.
Pedro, el apóstol, pasó por ese calvario con sus conocidas negaciones; también le ocurrió a Tomás, al no fiarse de sus compañeros respecto a la Resurrección del Señor. Y a muchos más, y también a nosotros. La fe se nos puede ir en cualquier momento si nos separamos del Señor, y nos cerramos a la acción del Espíritu Santo. La fe está dentro de nosotros por regalo de Dios, y en Él hemos de guardarla, sostenerla y afirmarla.
Por eso, cuando en el tiempo y en el camino de nuestra vida, nos experimentamos perseverando en seguir los pasos de Jesús, nuestro Señor, podemos descubrir que conservamos algo de fe. Porque la fe es fe en la medida y cuando, a pesar de las dificultades, y en el tiempo, es constante y persevera. Por eso, quienes son perseverantes y perseveran, valga la redundancia, en el Señor, se mantienen en la fe de Él recibida.
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