No nos faltan razones para creer, pero para eso es necesario ser humilde y disponer nuestro corazón a buscar la verdad y razonar con sentido común. No hace falta nada más, lo demás será añadido por el Espíritu Santo en la medida que nosotros le dejemos obrar.
El profeta Isaías había profetizado que Jesús se retiraría a Cafarnaúm, y así sucedió muchos siglos después:
«Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino de la mar, de la otra
parte del Jordán, Galilea de los gentiles. Pueblo que estaba sentado en
tinieblas, vio una gran luz, y a los que moraban en tierra de sombra de
muerte les nació una luz».
Esta, y muchas profecías como estas, fueron hecha siglos antes del nacimiento de Jesús, y todo tuvo su cumplimiento en el momento exacto de su vida para que quedase cumplida esa profecía. ¿No es esto una evidencia clara y real de su Divinidad? ¿No es esta exactitud y verdad una prueba evidente de que Jesús es el Hijo de Dios verdadero?
Todo en Él fue profetizado: su nacimiento, su vida, su predicación, su sufrimiento y persecución y su muerte. Y, lo más grade de todo, su Resurrección. Y todo en Él se cumplió. Podemos, pues, fiarnos con toda garantía de su Divinidad y de su Amor a todos los hombres. Y también de su rescate y perdón por los méritos de su Pasión y Muerte.
En Jesús hemos sido redimidos y admitidos, por sus méritos, a la filiación divina y rescatado para la vida eterna. Su Muerte y Resurrección nos hace hijos adoptivos de Dios y, coherederos en Él, de su Gloria.
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