Sólo en la vivencia de experimentar la fe encontraremos la respuesta de saber la medida de la misma. Porque nos engañamos cuando decimos o creemos que tenemos fe, pero llegado el momento de tomar la decisión que la misma nos compromete, no somos coherentes con esa fe que habíamos defendido y testimoniado de palabra.
Ahí se esconde la dualidad de nuestra doble cara. Practicamos unas manifestaciones religiosas que luego no son expresión de nuestro diario vivir, ni testimonio de nuestro compromiso temporal donde realizamos nuestra vida. Diríamos que celebramos unas creencias que luego no tienen correspondencia en la vida que vivimos.
Nuestra fe, a lo que llamamos fe, camina por un lado, y nuestra vida, lo que realmente creemos, va por otro. Al ritmo que marcan las costumbres, las leyes, los hábitos, la sociedad, los egoísmos, los intereses, las riquezas, los bienes, los placeres, el bienestar, la calidad de vida.... Hablamos de generosidad, de compartir, de preocuparnos los unos de los otros, de solidaridad, de amor... pero vivimos en la individualidad, en el ego, en lo personal, en lo posesivo, en el interés, en lo mío...
Y, llegado el momento, experimentamos que nuestra fe no es tanta fe, sino sólo tradiciones, costumbres, sentimientos, afectos... que están dentro y queremos soltar, pero que ahogamos en los apegos, miedos, debilidades de nuestra carne y sentimientos de los que deseamos escapar, pero no nos arriesgamos a hacerlo. Posiblemente no tengamos fe.
A este respecto, quiero compartir con todos ustedes esta historia o anécdota que alumbra lo que, quizá, de forma torpe, he querido explicar, pero que deja muy claro el grado de fe que tenemos. Los que han tenido la dicha de poder experimentarlo y responder dejándolo todo en sus Manos, son los que han llegado al gozo de alcanzar la eterna felicidad: "Los Santos".
Ahí se esconde la dualidad de nuestra doble cara. Practicamos unas manifestaciones religiosas que luego no son expresión de nuestro diario vivir, ni testimonio de nuestro compromiso temporal donde realizamos nuestra vida. Diríamos que celebramos unas creencias que luego no tienen correspondencia en la vida que vivimos.
Nuestra fe, a lo que llamamos fe, camina por un lado, y nuestra vida, lo que realmente creemos, va por otro. Al ritmo que marcan las costumbres, las leyes, los hábitos, la sociedad, los egoísmos, los intereses, las riquezas, los bienes, los placeres, el bienestar, la calidad de vida.... Hablamos de generosidad, de compartir, de preocuparnos los unos de los otros, de solidaridad, de amor... pero vivimos en la individualidad, en el ego, en lo personal, en lo posesivo, en el interés, en lo mío...
Y, llegado el momento, experimentamos que nuestra fe no es tanta fe, sino sólo tradiciones, costumbres, sentimientos, afectos... que están dentro y queremos soltar, pero que ahogamos en los apegos, miedos, debilidades de nuestra carne y sentimientos de los que deseamos escapar, pero no nos arriesgamos a hacerlo. Posiblemente no tengamos fe.
A este respecto, quiero compartir con todos ustedes esta historia o anécdota que alumbra lo que, quizá, de forma torpe, he querido explicar, pero que deja muy claro el grado de fe que tenemos. Los que han tenido la dicha de poder experimentarlo y responder dejándolo todo en sus Manos, son los que han llegado al gozo de alcanzar la eterna felicidad: "Los Santos".
Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar el Aconcagua inició su travesía después de años de preparación, pero quería la gloria para él solo, por lo tanto subió sin compañeros.
Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y más tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo hasta llegar a la cima. La noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña, ya no se podía ver absolutamente nada.
Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y los estrellas estaban cubiertas por las nubes. Subiendo por un acantilado, a solo 100 metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires… caía o una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas más oscuras que pesaban en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.
Seguía cayendo… y en esos angustiantes momentos, le pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos momentos de la vida.
Él pensaba que iba a morir, sin embargo, de repente sintió un tirón muy fuerte que casi lo parte en dos… Sí, como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura. En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar:
“AYUDAME DIOS MIO.”
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó:
“¿QUE QUIERES QUE HAGA?”
“Sálvame Dios mío”
"¿REALMENTE CREES QUE TE PUEDA SALVAR?"
“Por supuesto Señor”
"ENTONCES CORTA LA CUERDA QUE TE SOSTIENE…”
Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró mas a la cuerda y reflexionó …
Cuenta el equipo de rescate que el otro día encontraron al alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda … A DOS METROS DEL SUELO …
… ¿Y tú? … ¿Qué tan confiado o aferrado estás de tu cuerda?
… ¿Por qué no la sueltas?
Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y más tarde, y no se preparó para acampar, sino que decidió seguir subiendo hasta llegar a la cima. La noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña, ya no se podía ver absolutamente nada.
Todo era negro, cero visibilidad, no había luna y los estrellas estaban cubiertas por las nubes. Subiendo por un acantilado, a solo 100 metros de la cima, se resbaló y se desplomó por los aires… caía o una velocidad vertiginosa, sólo podía ver veloces manchas más oscuras que pesaban en la misma oscuridad y la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.
Seguía cayendo… y en esos angustiantes momentos, le pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos momentos de la vida.
Él pensaba que iba a morir, sin embargo, de repente sintió un tirón muy fuerte que casi lo parte en dos… Sí, como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura. En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar:
“AYUDAME DIOS MIO.”
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contestó:
“¿QUE QUIERES QUE HAGA?”
“Sálvame Dios mío”
"¿REALMENTE CREES QUE TE PUEDA SALVAR?"
“Por supuesto Señor”
"ENTONCES CORTA LA CUERDA QUE TE SOSTIENE…”
Hubo un momento de silencio y quietud. El hombre se aferró mas a la cuerda y reflexionó …
Cuenta el equipo de rescate que el otro día encontraron al alpinista congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda … A DOS METROS DEL SUELO …
… ¿Y tú? … ¿Qué tan confiado o aferrado estás de tu cuerda?
… ¿Por qué no la sueltas?
La historia del hombre aferrado a la cuerda es fantástica e ilustra muy bien nuestra falta de abandono en Dios. Sabemos en quien ponemos nuestra confianza, de manera que, como decía el Papa Juan Pablo, no tengamos miedo. Realmente, si no vivimos la unidad de vida, nuestro testimonio como católicos será muy pobre.
ResponderEliminarSi colocáramos a Dios en el centro de nuestra vida, sacando de ese lugar los apegos, el ego, la vanidad, etc., mejor nos iría.
ResponderEliminarVivimos alimentando nuestro EGO, buscando reconocimientos, pensando a menudo en primera persona, como bien narras; y esta conducta no son más que barreras para nuestro espíritu, un gran retraso para nuestra elevación espiritual.
Pero Dios sabe bien que todos sus hijos llegarán hasta Él, aunque tengan que pasar miles y miles de años, todos acabaremos en el ORIGEN, por eso tiene esa paciencia sin límites y nos dá cada día una nueva oportunidad de ser mejores.
Sobre la historia, decir que ya la había oído, y que describe con exactitud nuestra resistencia para ponernos en manos de Dios. Aunque la muerte del alpinista lo ha conducido a una nueva vida, la verdadera.
Un cordial saludo y buen fin de semana.