En mi pueblo, Arrecife, era un día de fiesta, no oficial, pero sí por tradición. Todos los comercios había heredado de sus antepasados la costumbre de cerrar y tomar el día para ir a la playa con la familia y celebrar a la proximidad del mar la comida del inicio del primer baño del verano. Se estrenaba bañador y por casi obligación había quedarse un baño. Yo, ya de mayorcito, solía comparar a San Juan con la Navidad del verano, por eso de reunirse la familia a comer en las playas. Era impactante como las playas, todo el año solitarias, se llenaban ese día de familias reunidas alrededor del calor de la comida.
El pueblo se quedaba vacío. Recuerdo que hasta se suspendía el cine y todo quedaba paralizado. La noche anterior, en los prolegómenos del día playero, se dejaba la palangana con agua y flores al sereno durante toda la noche. Y por la mañana, al levantarse, lo primero que se hacía era lavarse la cara con el agua que había estado toda la noche al sereno y con el aroma de las flores. Luego nos mirábamos al algibe y sí nos veíamos reflejados en el agua con cierta nitidez, significaba que íbamos a vivir muchos años. Era un día cargado de significados mágicos que nos embargaba de entusiasmo y curiosidades. Tampoco nos preguntábamos nada ni por qué, sólo disfrutábamos de las tradiciones y costumbres.
Arrecife era nuestro gran parque. Todo estaba tranquilo, en silencio. De por sí, el transito era tranquilo y poco, pero en ese día podíamos decir que no existía. Todo parecía dormitar y sereno. Mi madre afanada en las tareas y preparativos del día nos invitaba a que saliéramos y la dejáramos en paz preparando lo obligada salida a la playa con comida incluida. Y nosotros, chiquillos preocupados solo en divertirnos y distraernos, no nos resistíamos en salir inmediatamente.
Fue entonces, cuando un amigo que jugaba con nosotros nos sorprendió con el hallazgo del encuentro de un duro, cinco pesetas de la época, que significaba golosinas y dulces. Fuimos enseguida a devorarlos en una lonjíta, nombre dado a las pequeñas tiendas que vendían las cosas más elementales y necesarias, entre ellas pequeñas golosinas, y a dar buena cuenta de ellas.
Poco a poco fui hilando todo lo que había pasado y, muchos años después, el autor del hallazgo me confesó que lo había hurtado y que, al parecer, para justificar su pertenencia y no levantar sospechas, decidió compartirlo con nosotros porque no había manera de quitarnos de encima. Con el devenir de los años he comprendido que aquella fechoría no deja de tener su gran importancia. Hoy se puede extrapolar a las llamadas prevaricaciones y cohecho tan de moda en las instituciones públicas, pues el móvil de ambas es el mismo que el de aquel compañero: apoderarse de lo ajeno y obtener lo que no nos pertenece.
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