El amor es como un hálito que si no se aprovecha en el momento puede evaporarse y desaparecer. Al menos esa es mi experiencia. Muchas vece me viene una idea producto de una emoción vivida y se solidifica en mi mente, pero si no la plasmo enseguida se me pierde. Es, pienso yo, como un suspiro, un soplo del Espíritu que te mueve a expresarlo y compartirlo.
En cierta ocasión, me comentaba un buen amigo, el tesoro que tenía en la casa. No hacía mucho tiempo, pero por casualidades de la vida había llegado a su casa una persona a servir. Poco a poco, como el agua empapa lo que toca, aquella persona fue derrochando honradez, servicio, respeto y trabajo. Se despachaba a su gusto, pero daba más de lo que tenía que dar. Respiraba servicio y amor, porque eso es precisamente lo que es amor.
El amigo llegaba hasta emocionarse cuando hablaba de aquel tesoro que había entrado en su casa. Una persona atenta a las necesidades de los demás y que percibía cuando era necesaria su ayuda. Se adelantaba a la necesidad y, aunque estaba fuera de su responsabilidad y competencia, ella daba un paso adelante y servía a la persona en concreto. Le pregunté a mi amigo si era creyente, y, por lo que me dijo, supuse que como tantos que creemos, pero quizás no practicamos.
Su testimonio me tocó mi pobre corazón, y aunque no lo demostré, comentaba el amigo, sentí dentro de mí un gozo y un agradecimiento desbordante hasta el punto de irremediablemente compartirlo. Entonces, también yo pensé en lo que dijo Jesús, "Así, los últimos serán primeros, y los primeros, últimos" -Mt 20, 16-. Aquella persona, quizás sin saberlo, daba un gran testimonio de amor y un abrazo inmenso a Jesús. Porque cuando se lo hacemos a una persona necesitada, se lo hacemos al Señor.
No pude resistir preguntarle el nombre de aquella buena persona, y, emocionado me respondió: Manuela. E inmediatamente corrí al ordenador para soltar aquella vivencia que inundaba mi corazón de gozo y alegría.
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