Sé que es fácil decirlo, y sé también que no es lo mismo estar que no estar. Porque con el estómago lleno y satisfecho, y tus primeras y esenciales necesidades cubiertas, sentemos a hablar del pobre que tiene que pensar cómo hacer para comer cada día que amanece. Solo esa simple preocupación es un sufrimiento horrible y devastador.
Si a eso le añades inseguridad, miedo a la vida, persecuciones, malos tratos y peligro de muerte, la vida se convierte en una constante tragedia y no hay tiempo para oír, menos escuchar y casi ni rezar. Hay que salir corriendo y exhausto coger aliento mientras pueda para seguir corriendo.
Y mientras, yo sentado en mi confortable casa, con todos los servicios y necesidades cubiertas y con una seguridad casi al cien por cien efectiva. Las vidas no se parecen, ni concuerdan. La pregunta brota de forma espontánea: ¿Somos hijos del mismo Padre? Y si los somos, ¿cómo puede ocurrir eso?
Me quedo sin palabras y no atino a saber cómo sigo escribiendo. Porque me estoy descubriendo a mí mismo, y a tantos otros que quieran aceptarlo y descubrirse. Claro que tengo que confesar que he pecado mucho de pensamientos, palabras, obras y omisiones. Y a cada instante y cada día. No hay duda que soy un pecador, un pecador de los grandes. Por eso, Señor, como aquel publicano, yo no tengo cara para mirarte, ni para levantar mi mirada, y sólo te pido perdón por tantos pecados.
Y si soy capaz de decírtelo públicamente al viento del espacio digital es porque creo en tu Misericordia y en tu perdón. Próximo ya la llegada de la proclamación del año de la Misericordia por nuestro Papa Francisco, quiero aprovechar esas circunstancias para suplicarte y rogarte, postrado a tus pies, perdón, Señor, perdón.
Y, cómo no, esperanzado en tu Amor rogarte que me transforme mi corazón de piedra en un corazón de carne dispuesto a actuar, a abrir las puertas de mi vida a todo aquel dolor que pueda aliviar con todo el amor que sea capaz de compartir.
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