Con reiterada frecuencia pierdo la conciencia de mi propia realidad. Me olvido de mi propio destino e hincho mi propia vanidad creyéndome mucho más de lo que realmente soy. Dimensiono enormemente mi propio valor y me creo que puedo salvar el mundo o una gran parte de él. Experimento que hay momentos en los que me siento fuerte y creo que soy capaz de salvar a otros. Y aunque así fuera no debo perder de vista que sólo soy un cauce para que otros puedan navegar.
Un cauce que su curso normal y lógico es desembocar en el Mar, en el gran Mar dueño de todas las aguas que recorren la hermosa tierra y donde todas se convocan y se juntan. Pero pronto descubro que ni a eso llego, porque no soy cauce sino simple gota que camina dentro de ese cauce que me lleva al Mar. Gota que si se saliese de ese cauce quedaría en segundos agostada, seca y evaporada por el calor mundano
Es bueno y conveniente situarse en su justo centro y comprender que todo está regulado, dirigido y realizado por la Mano de Dios. Nada escapa a su control y su poder. Otra cosa es que no entendamos lo que sucede ni por qué sucede. Tampoco eso nos exime de esforzarnos y hacer todo lo que una gota puede hacer: no salirse del cauce y navegar por él. Porque tenemos que poner mucho cuidado para permanecer en el cauce e ir siempre arrimado al caudal más seguro y fuera de peligros.
Para eso necesitamos la oración, el ayuno y la caridad. Son esfuerzos que nos ayudan a navegar y a aceptar nuestra propia navegación. Hay tempestades, dificultades, desesperaciones, frustraciones, impotencias... que no deben exasperarnos ni rompernos. Dios está presente, lo ve todo, y sabe de nuestras fuerzas y esfuerzos, y si lo permite tendrá razones para ello, porque una cosa debe ser segura: todo lo que hay está para nuestra salvación, aunque digerirlos no parezca imposible.
Sé, yo el primero, que no lo entendemos, pero nuestro sentido común y lógica apoyado en nuestra fe nos lo descubre claramente. Pidamos la Gracia para poder aceptarlo y vivirlo según su Voluntad.
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