Una caja mágica se supone que es una caja encantada que hace cosas maravillosas y soluciona problemas insolucionables. Algo así como la lámpara de Aladino, cuento que todos de niños hemos oído. Se suele tener en un lugar especial y a buen recaudo y de peligros que la puedan socavar y llevársela. Todos desearíamos tener una caja mágica, pero por desgracia parece que no existe.
Sin embargo, esa ilusión no desvanece pues a pesar de lo mágico y de ficción, cada cual tiene su propia caja mágica. Unos la tienen en el dinero, y con dinero solucionan sus problemas; otros en el poder; otros en tener privilegios que le abran puertas y soluciones a sus problemas y afanes, y los más en la ilusión y esperanza de encontrar a alguien que se los solucione.
Sabemos que cajas mágicas no existen, pero muchos de nosotros nos las creamos y acudimos a ella con la esperanza de encontrar soluciones a nuestras necesidades y esperanzas. Así, donde está el Señor, presente bajo la sustancias de pan y vino, en el Sagrario, como si de una "caja mágica" se tratara, le visitamos para pedirle por todos nuestros problemas. No escuchamos, sólo pedimos, y pedimos cosas, no que nuestro corazón sean cada día más dócil a la acción del Espíritu Santo.
Sucede que cansados de no obtener lo que pedimos nos alejamos o mantenemos una insistencia indiferente, desconfiada que termina por rendirse o hacerse rutina o costumbre. Pero nosotros no crecemos, ni tampoco nos esforzamos en crecer en conversión. La semilla del amor no da frutos.
¡Es Jesús a quien visitamos y con quien hablamos! ¡Jesús vivo y presente en el Sagrario! ¿No nos da vergüenza mentirle o no corresponderle? ¿Actuamos así con otras personas con las que hablamos? El Señor sabe de nuestras debilidades, pero también del verdadero interés de nuestro corazón. Y ese esfuerzo, a pesar de nuestros fracasos y pecados, nos lo pide Jesús. Luego, lo demás, donde nosotros no llegamos, llegará la Gracia del Espíritu Santo.
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