Ocurre con frecuencia que cuando las cosas no pintan como yo quiero, me revelo y cambio de actitud y hasta de forma de comportarme. Mi cara incluso se transforma y todo mi ser se torna agresivo y orgulloso. Es la acción de la soberbia, que entra en mí y me prepara para que entre el Maligno y gobierne en mi corazón.
Tienes derecho; eres mejor; tienes razón; los otros están equivocados y no tienes por qué doblegarte. Las cosas deben ser como tú las piensan y las deseas. ¿Por qué, en mi propia casa, tengo yo que someterme a los intereses de otro? Esto es mío y no tengo por qué compartirlo con nadie. Nadie me lo ha regalado y lo he conseguido con el sudor de mi frente.
Estas y otras muchas pregunta pasan por tu cabeza en décimas de segundo. Él, el Maligno, se encarga de que estén bien puestas y presentadas, y hasta que parezcan reales y verdaderas. La razón te asiste y no tienes por qué dar el brazo a torcer. Sigue adelante cueste lo que cueste. Fuera todo atisbo de comprensión, de humildad y de amor.
El antídoto: el amor: lo perdona todo, lo olvida todo, lo aguanta todo, lo pone todo en su lugar... El amor, aun a pesar de parecer lo contrario, es lo que, pasado un tiempo, dar el fruto justo y esperado: Nos damos cuenta que nos hemos peleado por tonterías y cosas caducas y que no sirven para darnos la paz y la felicidad buscada.
Inyectarnos todos los días una buena dosis de amor para curar la soberbia es una buena solución. El lugar es el Sagrario y donde lo despachan es en la Eucaristía. Allí se da gratis el Alimento verdadero que nos inundará de paz y amor.
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