Domingo de Ramos, procesión del Señor en la burrita (Arrecife) |
Se nos escapa a nuestras posibilidades de comprensión. Sí, lo entendemos, pero no somos conscientes de ello. Nos, al menos a mí, resulta hasta difícil explicarlo. Entiendo que Dios es mi Padre, y sé lo que unos padres se preocupan por sus hijos, pero se me hace difícil tener presente como mis padres están pendientes de mí.
De tenerlo muy presente, mi vida sería de otra forma. Porque Padre Dios está en todo momento pendiente de mí, y me cuida y protege. Y me guía y me señala el camino. ¿Cómo me di cuenta? Sin saber cómo, y sin caer en la cuenta. Todo ocurrió de forma natural y sin apenas llamar la atención. Los protagonistas, esa madre de color y su hijo que ven ustedes en la procesión en primer lugar.
Avanzada la Eucaristía, después de la procesión de Ramos, el niño no resistía la tentación de ir con los demás niños hacia el Altar Mayor donde permanecían sentados. No resistió el impulso, como niño, de saltar y moverse, y así se iba de un lugar para otro. Fue entonces cuando me percaté de cómo la madre estaba pendiente de su hijo. Daba algunos pasos adelante y estaba muy pendiente de todo lo que hacía. Su mirada no tenía otro destino que las piruetas y saltos de su hijo.
Entonces me dije a mí mismo que el Amor de Padre Dios tiene que ser como el de esa madre. Y, viniendo de Dios, es Infinitamente más grande e incalculable. Dios no nos deja ni un instante de nuestra vida. Igual que ese niño, sin darnos cuenta, Dios nos vigila, nos protege y mira por si nos ocurre algo. Incluso nos ha designado un hermoso y cualificado Ángel de la Guarda, que nos acompaña y nos indica por donde debemos ir.
Tenemos que confesar que casi nunca le obedecemos. Ni al Ángel ni a nuestro Padre Dios. En cuanto dejamos de ser niños nos emancipamos y seguimos nuestro propio camino. No queremos cuenta con nadie. ¡Con razón, ahora lo vemos más claro, Jesús nos dijo que tendríamos que ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos!
Sí, porque mientras seamos niños, aun a duras penas, obedecemos y seguimos los consejos de nuestros padres. Pero en cuanto nos dan la libertad de mayores, empezamos a encharcarla y a estropearlo todo. Nuestra libertad, si no la ponemos voluntariamente en Manos de Espíritu Santo, a pesar de que tanto nuestro Ángel de la Guarda, como nuestro Padre Dios no dejan de mirarnos y cuidarnos, nos pierde porque no sabemos conducirla, dirigirla.
Vamos fortificando dentro de nosotros ese hombre viejo y de duro corazón que nos pierde y nos quita la paz y la verdadera felicidad. Perdemos la inocencia del niño limpio, puro, sencillo, transparente, disponible, sin doble intención e ingenuo que se aviene a la pureza y la verdad, para pasar al hombre ensoberbecido y amigo de sus propios egoísmos que no obedece sino a su verdad contra la verdad del otro.
Somos pobres, débiles, frágiles e inclinados a la soberbia, al pecado, y necesitamos la Sabiduría del Espíritu Santo para saber conducirnos y no dejarnos anular como hombres dignos e hijos de Dios, a lo que estamos llamados, a gozar eternamente del Amor de nuestro Padre en una dicha sin fin.
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