El día era radiante y soleado, adornado por una temperatura muy suave y cálida propia de estos tiempos. Ayer había estado lloviendo todo el día y el campo estaba bañado y mimado por la tan ansiada agua que lo viste y adorna de mil colores. Sin embargo, a poco de empezar la charla, en esta ocasión a cargo de Fernando Carrasco, el día se fue tornando nublado y amenazando lluvia.
Y muy poco minutos más tarde rompió a llover. Todo el campo volvió a humedecerse y a saborear el agua que tanto le gusta. La tierra gemía de parto y sus surcos se llenaban de vida reventados por las caricias del agua. Llovía como a la tierra le gusta: despacio y lentamente, dándole lugar a adornarse y no deshacerse ni dispersarse en tormentosos barrancos.
Permanecía quieta, amasando toda el agua caída y juntándola entre sus manos callosas y guardándolas para que sus semillas posteriores puedan, más tarde, chupar todo su jugo mezclado con toda la riqueza abonada en ella. Es la maravilla de la naturaleza, tan poco tenida en cuenta, por la rutina que nos incapacita para apreciar lo bello y grande.
Son los frutos de nuestro desprendimiento y nuestro morir a la renuncia de nuestro egoísmo y vacilante camino surtidos por cañadas oscuras y barrancos tenebrosos que nos obstaculizan y desasosiegan.
Es la voz de nuestro PASTOR, con el que nada temo, que nos llama y nos sosiega con su vara y callado. Y en el que habitaré años sin término.
La lluvia duró como dos horas o así, y luego, la bendición. A la salida de la Eucaristía lucia un sol esplendido y luminoso que llenaba todo de luz y color. Era como el presagio de un día iluminado por la Palabra del SEÑOR que nos llama a estar preparado y con el traje de gala para ser aceptado en el Banquete de la eterna vida.
Fernando arrancó su reflexión desde la vivencia de Getsemaní. El SEÑOR nos enseña el camino de la agonía – angustia y tristeza. Agonía que no entienden, todavía, sus discípulos, ni los más aventajados, y ajenos a lo que se viene encima, quedan tranquilamente dormidos, porque cuando uno se duerme queda tranquilo.
El SEÑOR nos despierta, nos toca, nos llama la atención, nos mueve y nos trata de comprometer y alertar. No quiere que nos podamos dormir como las imprudentes y necias, pero nosotros no despertamos. Permanecemos estáticos, callados, inmóviles, en el mismo lugar, y haciendo las mismas cosas, porque no queremos salir de nuestro entorno, ni queremos nuevas y arriesgadas responsabilidades.
Y le dejamos solo. No le acompañamos ni damos la cara por ÉL. Incluso, como Pedro, aquella noche, le negamos y nos hacemos los locos. Más tarde nos damos cuenta de que hemos y hacemos mal. Queremos seguirle; queremos acompañarles; queremos permanecer a su lado.
Pero eso significa compartir. Eso es otro problema: necesito desnudarme, tirarme sin paracaídas al abismo y ponerme en las MANOS del SEÑOR. Compartir es: “partir con”, es decir, avanzar con otros. Con otros que me molestan; con otros que me critican; con otros que no me responden; con otros que sufren; con otros que no tienen casi nada o nada; con otros que no LE conocen; con otros que se duermen; con otros que sufren y LE necesitan.
Y en ese camino, donde voy sufriendo, sintiendo tristezas, sintiendo agonías y angustias voy asumiendo y acompañando al SEÑOR en mi particular Getsemaní que ÉL quiere que yo
comparta despierto con ÉL.
En la Eucaristía compartimos todos nuestros deseos e inquietudes manifestadas a lo largo de la convivencia. Cada cual según su disposición y abertura a la asistencia del ESPÍRITU SANTO. Un día más Nazaret, nuestra casa de espiritualidad, se vio empapada, no sólo de agua, sino de la Gracia del ESPÍRITU que fue derramada en nuestros corazones.
Y muy poco minutos más tarde rompió a llover. Todo el campo volvió a humedecerse y a saborear el agua que tanto le gusta. La tierra gemía de parto y sus surcos se llenaban de vida reventados por las caricias del agua. Llovía como a la tierra le gusta: despacio y lentamente, dándole lugar a adornarse y no deshacerse ni dispersarse en tormentosos barrancos.
Permanecía quieta, amasando toda el agua caída y juntándola entre sus manos callosas y guardándolas para que sus semillas posteriores puedan, más tarde, chupar todo su jugo mezclado con toda la riqueza abonada en ella. Es la maravilla de la naturaleza, tan poco tenida en cuenta, por la rutina que nos incapacita para apreciar lo bello y grande.
Son los frutos de nuestro desprendimiento y nuestro morir a la renuncia de nuestro egoísmo y vacilante camino surtidos por cañadas oscuras y barrancos tenebrosos que nos obstaculizan y desasosiegan.
Es la voz de nuestro PASTOR, con el que nada temo, que nos llama y nos sosiega con su vara y callado. Y en el que habitaré años sin término.
La lluvia duró como dos horas o así, y luego, la bendición. A la salida de la Eucaristía lucia un sol esplendido y luminoso que llenaba todo de luz y color. Era como el presagio de un día iluminado por la Palabra del SEÑOR que nos llama a estar preparado y con el traje de gala para ser aceptado en el Banquete de la eterna vida.
Fernando arrancó su reflexión desde la vivencia de Getsemaní. El SEÑOR nos enseña el camino de la agonía – angustia y tristeza. Agonía que no entienden, todavía, sus discípulos, ni los más aventajados, y ajenos a lo que se viene encima, quedan tranquilamente dormidos, porque cuando uno se duerme queda tranquilo.
El SEÑOR nos despierta, nos toca, nos llama la atención, nos mueve y nos trata de comprometer y alertar. No quiere que nos podamos dormir como las imprudentes y necias, pero nosotros no despertamos. Permanecemos estáticos, callados, inmóviles, en el mismo lugar, y haciendo las mismas cosas, porque no queremos salir de nuestro entorno, ni queremos nuevas y arriesgadas responsabilidades.
Y le dejamos solo. No le acompañamos ni damos la cara por ÉL. Incluso, como Pedro, aquella noche, le negamos y nos hacemos los locos. Más tarde nos damos cuenta de que hemos y hacemos mal. Queremos seguirle; queremos acompañarles; queremos permanecer a su lado.
Pero eso significa compartir. Eso es otro problema: necesito desnudarme, tirarme sin paracaídas al abismo y ponerme en las MANOS del SEÑOR. Compartir es: “partir con”, es decir, avanzar con otros. Con otros que me molestan; con otros que me critican; con otros que no me responden; con otros que sufren; con otros que no tienen casi nada o nada; con otros que no LE conocen; con otros que se duermen; con otros que sufren y LE necesitan.
Y en ese camino, donde voy sufriendo, sintiendo tristezas, sintiendo agonías y angustias voy asumiendo y acompañando al SEÑOR en mi particular Getsemaní que ÉL quiere que yo
comparta despierto con ÉL.
En la Eucaristía compartimos todos nuestros deseos e inquietudes manifestadas a lo largo de la convivencia. Cada cual según su disposición y abertura a la asistencia del ESPÍRITU SANTO. Un día más Nazaret, nuestra casa de espiritualidad, se vio empapada, no sólo de agua, sino de la Gracia del ESPÍRITU que fue derramada en nuestros corazones.
Hola!
ResponderEliminarUna pregunta. ¿Por qué no lleva Casulla el Sacerdote?
Supongo que son costumbres que obedecen a unos ritos culturales de cada época, y que con el tiempo evolucionan. Relamente el hábito no hace, fundamentalmente, al monje, y sin quitarle la importancia que eso puede tener, no han sido objeto de mi atención.
ResponderEliminarSin embargo, he indagado algo en wikipedia y este es el resultado. Al parecer no iba tan mal encaminado:
La casulla, del latín casula (pequeña casa), es la vestidura exterior que utiliza el sacerdote para la celebración de la misa en la liturgia católica, así como en las celebraciones de la "High Church" anglicana y de las iglesias luteranas escandinavas. Su homólogo en la liturgia de rito bizantino es el phelonion.
Historia [editar]
La casulla deriva de la pénula greco-romana, vestido utilizado por la clase senatorial romana a principios del siglo IV, que consistía en un vasto manto de lana, de forma redonda o cónica, con una abertura en el centro para pasar la cabeza y que con frecuencia también tenía una capucha. Hasta el siglo IX era la vestidura litúrgica común de los clérigos, época en la que comienza a prevalecer el uso de la dalmática para los diáconos y la tunicela para los subdiáconos.
En mosaicos que se encuentran en Roma y Rávena y que pertenecen a los siglos VI y VII se encuentran magníficos ejemplos de esta casula o pænula primitiva. Originalmente confeccionada en lana, se empieza a realizar esta vestidura a partir del siglo IX con las ornamentadas sedas bizantinas y los estrechos galones, cuya función original era cubrir las costuras, se van transformando en elaboradas cintas aumentando el peso de la casulla.
Con el fin de reducir el peso de la vestidura y facilitar el movimiento de los brazos del sacerdote, se empieza a recortar los lados de la vestidura para devenir primero elíptica y luego rectangular. A partir del siglo XVI se empiezan a utilizar tejidos y ornamentos cada vez más pesados, lo que llevó, finalmente a las casullas rectangulares, comúnmente llamadas en "guitarrón". Con el movimiento litúrgico que comenzó en la primera mitad del siglo XX se procuró un retorno a las formas originales de la casulla, esto es amplia y con tejidos livianos, y que es el diseño actualmente más común aunque no es raro encontrar el modelo anterior, sobre todo en iglesias históricas y cuando la riqueza de la vestidura lo amerita. Sus colores pueden variar según las diferentes fiestas.
Me parece interesante desde el punto de vista histórico y cultural, pero no creo que tenga más importancia lejos de ahí.
Gracias por tu comentario y espero que sigamos fortaleciendo nuestra FE.
Un abrazo en XTO.JESÚS.