Sin darnos cuenta la Navidad la reducimos a cantos en familia o amigos, alegría y comilonas. Está bien el reunirse, pero reunirse es compartir vida, porque lo otro es, simplemente, ponerse uno al lado del otro. La Navidad es tiempo de abrir el corazón y dejar entrar la paz y la Misericordia de Dios, para luego tratar yo, con su Gracia, ser también hombre o mujer de paz y de misericordia.
Eso compromete y hasta incómoda. No lo podemos ocultar, cuesta, y cuesta mucho. Pero eso es Navidad. Y no otra cosa. Si nos dejaran, seguro que la cambiaríamos. Nuestra naturaleza no alcanza a tanto. Por eso, quizás, el Hijo de Dios nace, y nace humildemente para enseñarnos el camino de la humildad. Es el único que existe para llegar al perdón y a la paz. Por otros caminos, muy bien conocidos, no alcanzamos la meta. Nos perdemos en enfrentamientos y venganzas.
No podemos quedarnos en una noche alegre, festiva y de banquetazos, sino de actitudes y esfuerzos para procurar crecer y ser mejor. Cada Navidad puede ser la esperanza de un nuevo propósito que tratamos de alcanzar cada día de ese nuevo año que vendrá después. Así llegaremos a la próxima navidad, donde volveremos a renovarnos para intentar seguir creciendo.
Ahora, no desesperemos, si nada logramos, habiendo puesto el esfuerzo. La Gracia del Señor sabrá qué hacer con nuestros malos frutos para convertirlo en buenos. No perdamos el norte de saber que cada cual es dueño de celebrar lo que quiere y como quiere. Nosotros, simplemente, debemos procurar descubrir lo que queremos celebrar.
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