Preguntarse por qué existe el mal es lo mismo que reconocer que el hombre ha pecado. Porque sólo el hombre pecador se siente inclinado a realizar el mal. No significa eso que el que está limpio no lo hace, porque todos somos pecadores, sino que aquel que lucha por no pecar no hace tanto mal, y el que hace procura arreglarlo y restituirlo.
Está claro que el hombre que se esfuerza en seguir a Jesús trata de evitar el mal, y eso supone justicia, respeto, igualdad y libertad bien entendida, es decir, buscando el bien común. Si esto no ocurre es porque el hombre deja entrar el pecado en su corazón. Un pecado que cultiva la soberbia y la avaricia, y empuja a someter e imponerse a los demás. Un pecado que se cuece en la avaricia y la suficiencia y se fortalece en la ausencia de la humildad.
Ni que decir tiene que si el hombre aceptara el Mensaje de Jesús, ya sea incluso como opción política, el mundo arreglaría la mayor parte de sus problemas. El hambre dejaría de ser una aspiración para muchos, la justicia sería equitativa e igualitaria, la salud llegaría a todos los lugares, los pueblos compartirían y tendrían lo necesario y la paz se haría en todo el planeta.
Es paradójico que queriendo todos esos y buscándolo, estemos cada día más lejos de conseguirlo. Y todo, a mi manera de ver, porque nos empeñamos en seguir nuestras verdades y no la única y verdadera Verdad, valga la redundancia, la de Jesús de Nazaret.
Toda pasa por dejarte llenar de humildad a ejemplo de la Madre, de María y del propio Hijo, de Jesús, que abajándose de su condición divina, se hizo Hombre hasta el punto de sufrir y morir humillado por todos los hombres.
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