En muchos momentos de nuestra vida, sin darnos cuenta, tratamos de justificarnos. Ocurre cuando dejamos de hacer algo que pensamos debíamos haber hecho y que no queremos aceptar, tratamos de justificarnos y autoengañarnos. Porque el autoengaño es justificar nuestra pasividad ante los hechos reales que pasan a nuestro derredor.
Ayer, al entrar en la estación Chamartín, camino de Valladolid, una persona que caminaba a mi lado me dirigió la palabra pidiéndome algún dinero para comer. Inmediatamente le negué la ayuda. Mi criterio es negarme por principio, porque estimo que si se trata de comer, hay otros lugares donde se puede conseguir la comida. Normalmente se utiliza para otras cosas.
Sin embargo, hoy cuando desayunaba en el hotel, de repente me asaltó esa inquietud. ¿Habré actuado bien, tal y como Dios quiere? ¿Qué hubiese hecho Jesús? Me siento impotente, y no sé ni encuentro respuesta. Pero hoy, después de desayunar, al leer el periódico me he quedada de una pieza ante el suceso de Lampedusa. Me ha dolido el corazón y todavía sufro por ese suceso. Comparto con el Papa Francisco ese dolor, que él había compartido hace unos meses en ese mismo lugar.
Experimento la impotencia de no poder ni saber qué hacer. Me siento una gota del agua en el inmenso océano, incapaz de mover el rumbo de las olas, ni de evitar que muchas gotas, como yo, sean arrojadas sobre las rocas y terminen agostadas por el sol. Sólo, sin intentar justificarme, pedir perdón y rezar para que el Señor me alumbre el camino.
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