Los tenemos delante, pero no observamos su situación. Sólo vemos unos competidores que amenazan nuestro puesto de trabajo e invaden nuestra espacio y nuestro pueblo. ¡Cuántos derechos tenemos! Somos incluso los dueños de un pueblo por el hecho de haber nacido allí. ¡Qué nadie ose quitárnoslo!
Desde mi fe reflexiono sobre la salida de José y María a Egipto. Jesús era muy niño y seguramente no se habrá dado cuenta de muchas cosas. Pero pasó sus primeros años en tierra extranjera. Supongo que José lo pasó mal. Un lugar extranjero donde tenía que adaptarse a sus costumbres y vivir como pudiese. Al menos, tenía la valiosa compañía de María y Jesús.
Sin embargo, conozco a muchos migrantes que están solos. No tienen a nadie, al menos yo así lo observo, y viven en soledad. Se agarran a su trabajo, ¡quiénes lo tienen! y todo lo ponen en sus manos. Vivir sin nadie donde quejarse o desahogarse y temiendo siempre perder el trabajo y quedarse desamparado. He pensado varias veces en eso, pero hace un momento me ha asaltado con más fuerza ese pensamiento. Tanto que me he puesto a escribir.
Brindarle tu compañía y darle tu amistad significa mucho para ellos, y creo que también para mí, pues son Cristos que andan solos y errantes fuera de sus casas, y quizás busquen y agradezcan un espacio de charla, de un café y un rato de amistad. Amistad que se prolongue después de la Fiesta Eucarística. No se trata sólo de compartir la fe, sino de estar también más cerca unos de otros y en medio de Jesús.
Me ha entrado hasta el corazón un sentimiento de solidaridad y de ofrecimiento. No lo comparto porque siento miedo de no cumplirlo. Trataré de llevarlo a la oración y de ver que pasa. Sé que tendré oportunidad para ello y esperare a que el Espíritu Santo me dé el toque final, si esa es su voluntad. No depende de mí sólo, pero también sé que con un poco de insistencia podré conseguirlo. Veremos que ocurre.
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