La primera reflexión con la que abro mi primer libro “Por la acción del ESPÍRITU” hablaba de “Mis amigos los curas”. En ella vertía todo el significado amoroso que encierra la vocación sacerdotal consagrada a dar su vida en pos del servicio gratuito a los demás. Todo entregado por amor, como JESÚS nos enseñó y, ellos, han entendido entregando, como signo, sus vidas.
¡Quién me iba a decir que ahora, en estos tiempo, esto iba a estar de moda, o, al menos, tan en la superficie de críticas y otras murmuraciones que los desacreditan y los rebajan!
Lo primero que tenemos que ver es que nadie puede hacer de juez de otro, porque nadie está libre de pecados ni de culpas que lo puedan eximir de responsabilidades para levantar la mano contra el otro. Y todos, los otros también, son reos de muerte y de naturaleza pecadora que puede caer en todo momento.
Un sacerdote es, primero, un hombre, y como tal no está exento de una humanidad pecadora que le puede hacer fallar y cometer errores sujetos a su condición humana y carnal. Eso no significa que le está permitido dar riendas sueltas a sus apetitos sexuales o de cualquier tipo. Es un icono donde se miran muchos miembros de la comunidad, y del que esperan un testimonio serio que les ayude a crecer su fe y a dar respuestas a muchos de sus interrogantes.
Entre muchos sacerdotes ejemplares y santos hay siempre alguno que no responde a su compromiso de Bautismo y a su consagración sacramental. Ocurrió así también en tiempos de JESÚS con su discípulo Judas, y, también, con otros supuestos personajes que ÉL narró en sus clarividentes parábolas como la del samaritano…
Un sacerdote es una persona que sólo su signo clerical lo descubre como una persona dada y consagrada a servir a todos los que demandan su ayuda. Claro, siempre que esté en sus manos y su tiempo, según las circunstancias del caso, lo permitan.
No es una caja mágica de soluciones ni de respuestas a todos nuestros problemas, ni siquiera a facilitarnos la receta que de solución a mi problema. Es un hombre, tan humano y capaz como yo, que ha, por su fe en JESÚS, entregado su vida para estar disponible a ayudarte, comprenderte, administrarte, por la fe en JESÚS, los sacramentos, fuentes de vida, de liberación y de Gracia de DIOS.
No hay garantías que, como hombres, puedan fallar, pero por la Gracia de DIOS, podemos afirmar que son los mínimos casos dentro de la comunidad sacerdotal. Sólo que los medios han magnificado lo que realmente no lo es.
Porque ocurre muchos más casos en la sociedad civil que delatan la humanidad pecadora del hombre y su inclinación a las apetencias carnales que la comunidad sacerdotal. Y desde siempre, la sociedad ha taponado muchos abusos familiares, domésticos, laborales y…
Tal es así que diríamos que es un pecado social, que vive dentro de nuestra humanidad pecadora y que está siempre a flor de piel para tentar al hombre. Por lo tanto, no es algo exclusivo del sacerdote sino una enfermedad social que también ataca al sacerdote, aunque con mucho menos frecuencia, porque el sacerdote es un hombre y vive dentro de una sociedad enferma.
Es, entonces, más ocasión para ensalzarlo y dignificarlo que vituperarlo y atacarlo cuando, son unos pocos, los que caen y no resisten la tentación, tentación de todo tipo. Y esto no significa que los responsables de sus actos no sean condenados y tengan, como todos, que responder a sus ofensas y delitos.
Es oportuno traer a este lugar, como ejemplo de lo que quiero significar, esta anécdota que dignifica la vocación amorosa del sacerdote siempre disponible al servicio y a dar su vida por los demás.
Tuve una hermana, dice la autora, que se infecto del virus del Sida en 1985, justo cuando se separó de su esposo y con el señor que se hizo su “amigo” la infectó.
Fueron 9 años de mucho sufrimiento de su parte y, luego, después de una histerectomía se puso muy grave. Llamamos al Pbro. Diocesano Rito García, amigo muchos años de la familia. La vio y nos dijo: su hermana se está muriendo. La comunión no se la di, pero le di la absolución bajo condición, puesto que sé que sigue viviendo con el “amigo”.
La familia se molestó mucho pero nosotros, mi esposo y yo sabíamos perfectamente el actuar y sus razones de sacerdote. Estuvieron presentes todo tipo de infecciones en esos años y nosotros no sabíamos qué tenía. Supongo que su médico, también amigos de todos y ella, con el paso de los años, ya lo sabía, pero creía que moriría antes de que nos enterásemos.
Gastrointestinales y bucodentales, bronquitis, herpes en unas de pies y manos, gripes tremendas…etc. Hasta que culminó en un infarto y una tromboembolia que le impidió trabajar. De la noche a la mañana perdió todo: libertad, casa, empleo, salud, “amigo”, etc. Vivió con nosotros un año y medio. Un día empezó con tos, fuimos al S. Social y le dijeron que tenía que internase en la Raza, situación que le dolió mucho, pero como ella era una persona muy bella, muy buena hija, estupenda hermana, amiga, esposa, madre de una niña adoptada por insistencia de su esposo, no habló más… preparó sus cosas y dijo: estoy lista.
Fue uno de los peores días de mi vida… horas y horas hasta que la deje ahí sola, ya era de noche y no sabía ni en dónde había dejado el coche cuando llegamos de madrugada. Llamé al Padre Rito y le platiqué todo. Me escuchó con mucha atención.
Después de muchos días, estudios, plena temporada navideña, es decir, sin muchos médicos, enfermeras, etc., insistían que tenía cáncer de pulmón, y por fin decidieron trasladarla a Hematología. Al llegar nos enfrentamos con el dolor de ver a cinco personas casi muriendo y con un letreo que decía “AISLAMIENTO”.
Me llamaron dos médicos muy jóvenes y me dijeron: Su hermana está infectada con el virus del Sida. Increíble pero era cierto lo que me estaban diciendo, yo estaba sola. Corrí al teléfono y no me podía comunicar en ese entonces a Cuautitlán, en donde trabajaba mi esposo, así que al primero que se mi ocurrió llamar fue al padre Rito. Le dije lo que me estaba sucediendo y apenas podía hablar yo, y a él poco le escuchaba. Colgué, estaba abatida. Fui a la Administración a arreglar algo de la Incapacidad y cuando llegué… ¡El Padre Rito estaba confesando a mi hermana!
Ya habían pasado ocho años de cuando la había visto… Nunca le dije al Padre en qué Hospital estaba, ya que en la Raza hay más de cinco hospitales. Nunca le dije el nombre completo de mi hermana. No le gusta manejar y menos hasta el D. F.
¿Cómo supo la cama? ¿Cómo llegó hasta ella?
Sólo el ESPÍRITU de DIOS sabe cuándo, cómo y por qué hace las cosas.
Salió y me dijo: Ya se confesó su hermana, y también le di la comunión. Lupita, también traje para usted, ¿quiere comulgar? Ahí, a medio pasillo del hospital me hinqué y recibí el más hermoso regalo que podemos recibir en esta vida… justo en el momento que sólo ÉL me podía aliviar y consolar.
Al padre Rito lo conocí, sigue contando Lupita, en el año de 1976, siendo el encargado de la Comunidad Catequética en donde estaban mis hijas y yo. Se escondía el día de su cumpleaños porque se apenaba mucho con las catequistas.
Decía que nosotros le enseñamos muchas cosas y es amigo de nosotros hasta el día de hoy. Jamás nos abrazaba o nos daba un beso, es de igual que serio que mi esposo y dicen que por esa razón se cae muy bien. Pues ese día, con toda la caridad me tocó un poco el hombro y me dijo: ¡Bendito sea DIOS!
¡Qué alegría tener un amigo Sacerdote!
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