Observo que hay
muchos que parece que no adelantan. Están como inmovilizados en su crecimiento
espiritual. Se han quedado con el vestido quizás de primera comunión,
confirmación adolescencia o juventud. O
se han parado en su etapa de adulto.
Es verdad que hay
muchos momentos en nuestra vida de que no avanzamos. Es más, parece que retrocedemos
y permanecemos inmóviles a nuestro crecimiento espiritual. En otras palabras,
nuestra conversión se bloquea, se estanca y deja de crecer. Y eso explica muchas
cosas en nuestro proceder cristiano. Perseveramos en ese «erre
que erre» de muchas actitudes cristianas.
Posiblemente
suceda que le damos más importancia a la ley y cumplimientos, ya fue así en los
tiempos pasados, que a la esencial y fundamental. Jesús no vino precisamente a
cumplir ni a vivir apoyado en unas practicas y normas. Jesús vivió y cumplió
esas prácticas y normas como consecuencia de su obediencia a su Padre. Su misión
no estaba precisamente en cumplir, sino hacer que ese cumplimiento fuera
consecuencia de un encuentro y relación con su Padre.
Un encuentro que
trasciende hasta el extremo de amar misericordiosamente como el Padre le ama y
que llega hasta el compromiso de entregar su Vida por ese amor.
Y eso es lo
verdaderamente importante para el ser cristiano, nunca cerrar esos caminos –
que pueden ser a través de esas prácticas – de encuentro. Un encuentro que nos
lleva a amar y estar despierto ante el hermano que tenemos delante. Nunca
aceptar que el dios soberbia, egoísta, dinero o de cualquier tipo, nos tiente y
nos venza. Porque el único Dios es el Hijo que bautizado por Juan en el Jordán
fue visitado por el Espíritu y presentado por el Padre como el Predilecto a
quien debemos escuchar. Precisamente, el mismo Espíritu que recibimos nosotros en la hora de nuestro bautismo.
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