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miércoles, 17 de febrero de 2016

CUANDO JESÚS NO ES EL DUEÑO DE MI VIDA



Ocurre que nos confundimos y hasta nos auto engañamos con esto de la fe. Decimos que creemos, pero vivimos de una forma diferente a lo que profesamos y decimos. Nosotros programamos nuestra vida, y eso significa que primero nuestros intereses y luego los del Señor.

Sí, hablamos con el Señor, pero ya tenemos decidido lo que vamos a hacer. Nos cuesta descubrirlo, pero es la realidad, porque de ser Jesús el centro de nuestra vida nuestros intereses y programación serían de otra forma. Otra cosa son nuestras debilidades y nuestra impotencia, y nuestros fracasos. ¡Claro, defraudamos al Señor! ¿Y quién no? ¿No decimos que somos pecadores? Pues, realmente lo somos, y eso significa que no hacemos las cosas bien, y cometemos faltas o pecados. Veniales y, quizás, a veces, graves.

Nos salva el Amor del Señor y su Misericordia. No sé si realmente es por comodidad o porque no soy curioso, pero en lo más profundo de mi ser hay un motivo, que, aparte de que influyan otros, tiene su peso y su, para mí, gran importancia. Me refiero a las vacaciones. Hay momento que me apetece moverme, aunque sea a lugares cerca, y romper la monotonía de permanecer en el mismo lugar, pero inmediatamente, a pesar de mis apetencias, la idea de dificultad de romper con la Eucaristía diaria tiene más importancia que todo lo demás. 

El contacto con Jesús de todos los días vale más que las mejores vacaciones; el diálogo con Jesús, Vivo y presente en la Eucaristía, es el Tesoro que, al menos para mí, valoro más que las mejores vacaciones. Oportunidades no faltan, y muy económicas. Pero no podría disfrutarlas si Jesús no está presente en mi vida como alimento espiritual. Es una opción, y no digo que no esté bien, y hasta sea necesario darse unas vacaciones, pero tal y como la entienden la mayoría, me quedo en casa.

Apartar a Dios, o darle vacaciones para tomar yo las mías no se entiende. Porque Dios nunca está ni se va de vacaciones. Él no las necesitas. Claro está que podemos hacer vacaciones e invitar al Señor para que las pase conmigo. Eso sería lo ideal, y a las que iría aun costándome esfuerzo, porque sé que serían unas muy buenas y verdaderas vacaciones que me sentarían bien y fortalecería mi fe y mis fuerzas. 

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