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jueves, 1 de mayo de 2008

Himno a la hospitalidad.


Andar en un día de mucho calor por tierra árida y desolada, y descubrir en el camino una encina y a su sombra la tienda de Abrahám y escuchar: "SEÑOR no pases de largo junto a tu siervo, si he alcanzado tu favor" (Gn 18, 3) y luego ser hospedado cortésmente por el gran patriarca, es algo que da alegría.

Llegar un día de sequía y carestía a Sarepta y encontrar a una pobre viuda que, en nombre de DIOS, te prepara una torta con su última harina y el poco aceite que le queda, y luego te hospeda en su casa para salvarte de la muerte, como le sucedió a Elías (IRe 17), es algo verdaderamente bueno.

Recorrer medio mundo para anunciar el Evangelio, como le sucedió a Pablo, y llegar muertos de cansancio a Filipo y oírle decir a Lidia, comerciante de púrpura en Tiatira, "si estáis convencidos de que soy fiel al SEÑOR, venid a hospedaros en mi casa" (Hech 16, 14), es algo indudablemente muy bueno.

¡Oh divina hospitalidad!

¡Oh capacidad del corazón humano para abrirse al hermano que se cruza en tu vida!

¡Oh obediencia a la palabra de JESÚS que dijo: "a quien te fuerza a caminar una milla, acompañalo dos"(Mt 5, 41).

¡Oh intrepidez incansable del amor que vence al egoísmo del propio aislamiento y te invita a tener abierta la puerta a la necesidad de tu hermano, el hombre!

¡Oh dulzura del que sabe escuchar en silencio!

¡Oh heroísmo del que acoge la vida en el niño que nace!

¡Oh sublime fecundidad de la amistad!

Cada uno de nosotros tiene algo que contar al respecto.

En nuestros tiempos se juzga al hombre más por la capacidad de amar y de dar hospitalidad a un pobre, que por ser irreprensible en el culto y en las prácticas de piedad.

Como Abrahám, Elías o Pablo, también yo puedo decir algo sobre la hospitalidad.

Gracia a la bondad misericordiosa de nuestro DIOS, he dedicado casi toda mi vida a anunciar el Evangelio.

He visto cosas miserables en todos los Continentes donde he tenido la alegría de ir para encontrar hermanos en la fe.

Y cada vez encuentro más hermanos.

Y, sobre todo, veo algo nuevo que me alegra: la casa de los cristianos está convirtiéndose cada vez más en una pequeña Iglesia.

Cuando, de joven, entré en la Iglesia, conocí una realidad concentrada sobre todo en el "sacerdote". Todavía conocí un laicado inmaduro, inerte, definido malamente como vulgus indoctus, rebaño de ovejas, y un clero sobre cuyas espaldas descansaba todo el peso del apostolado.

Después apareció un tiempo nuevo.

Comenzando por el pontificado de Pío XI y pasando por Pío XII y Pablo XI, Juan XXIII, se abrió camino a un gran proceso de maduración de la Iglesia.

Los laicos tomaron conciencia de ser Iglesia y comprendieron que su fe no les empujaba sólo a actos de culto, sino que los comprometía para realizar en el mundo el mensaje evangélico.

Todo se convertía en materia religiosa: la casa, la política, las relaciones sociales, la profesión. El Concilio Vaticano II, que fue el evento religioso más extraordinario de todos los siglos del cristianismo, hizo pasar a la Iglesia de su infancia a la madurez, obligando a todos a aceptar la visión de la Iglesia como pueblo de DIOS y ya no como pirámide clerical.

La conquista resultó de enorme importancia y, en verdad, fue la base teológica de la nueva visión Iglesia-mundo. Aunque aún no hemos alcanzado la plenitud de lo que puede desencadenar la nueva visión abierta por el Concilio, hemos avanzado mucho.














La vida, la acción de una comunidad cristiana, por pequeña o grande que sea, resulta hoy incomprensible sin la presencia de los laicos y sin una justa, fecunda, equilibrada, amorosa colaboración entre jerarquías y laicado.

¡Es la madurez!

Es la respuesta consciente al inmenso valor contenido en la profecía de la Palabra de DIOS "sois un pueblo de sacerdotes" (1Pe 2, 10).

Sí, un pueblo de sacerdotes, no un pueblo dominado por el sacerdote.

La tarea sacerdotal, que es vivir la vida de JESÚS en su donación absoluta al PADRE y ofrecer al PADRE todas las realidades terrenas, se convierte en compromiso de todos los bautizados en la unidad del ESPÍRITU SANTO.

¿Qué no será posible ver en la Iglesia cuando esta realidad sea plena, madura, auténtica?

¡Ya no habrá crisis de vocaciones porque todas las vocaciones serán sacerdotales!

Ya no habrá una Iglesia que se expresa sólo como "rito", "culto", sino una Iglesia que está presente y se deja sentir como levadura en la masa, como sal de la tierra.

Mis lectores me perdonaran si, una vez más, he querido romper una lanza en favor de mi tema favorito: la presencia de los laicos en la Iglesia.

Una vez más veo cercana mi muerte y, de nuevo, he tenido la alegría de experimentar la belleza del amor fraterno, del auténtico apostolado, que me llega a través de la visión de familia pequeña Iglesia.

He enfermado y... para bien, justo para sentir toda la debilidad del hombre abrumado por el dolor y los días llenos de amargura y de indigencia.

Y en estas condiciones fui recogido por una familia cristiana que me ha llevado a su casa, en la montaña, para ver, con todo su afecto, si aún era hora de curarme. He vivido dos meses rodeado de una hospitalidad encantadora, con cristianos no sólo decididos a hacerme retomar fuerzas, sino solícitos a orar juntos y a vivir juntos, en un clima de amor y de alegría espiritual.

Aquí, pensando en mí y en lo que me ha sucedido, me vino a la mente augurar a todos los que se sienten solos o poco ayudados en su exigencias que rompan su soledad tratando de vivir en la amistad y compartiendo el proyecto "Iglesia" que significa comunidad, caridad, oración.

"¡Ay del solo!" dice la Escritura, ¡y como es verdad!

¡Y cómo es verdad que debemos comprometernos con todas nuestras fuerzas, cuando aún es hora, a dejar la puerta de casa abierta a la difusión del Evangelio, a la oración en común y a la maravilla de ser Iglesia.

Sucederá que no estaremos solos y que los amigos serán como los hijos engendrados en la juventud "saetas en la aljaba" que nos ayudarán como dice el salmo 127, "cuando tratemos con el adversario en la plaza".

A estos amigos míos dedico este libro escrito en su casa durante mi convalecencia.

Y con ellos, lo dedico a las innumerables parejas y familias que he conocido durante mi comprometido peregrinar por el mundo y que, a mi paso, me han presentado el sueño de una casa pequeña Iglesia hecha realidad.

Carlo Carreto.

He creído oportuno transcribir estas páginas introductorias a su libro "y vio DIOS que era bueno" por lo que encierran de mensaje y testimonio en una Iglesia que empieza a sentirse amenazada y perseguida. ¡Que DIOS te bendiga Carlo!

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